lunes, 22 de diciembre de 2014

Juegos noctámbulos

Se deslizaba al ritmo de la última canción de moda, los brazos acompasados en dirección a las luces alternas que desembocaban en la pista. Sus labios rojos eran el fin de cualquiera, sus piernas prolongándose más allá de las sombras, de la ciudad, sin límites que las contuvieran. Cómplice de unas caderas despiadadas, traviesa su melena rizada. Cerraba los ojos y seducía con unas larguísimas pestañas, los abría y cautivaba en verde esmeralda. Dulcificaba los labios en breves intermitencias al compás del estribillo, insinuándose humana. Se acercaban lobos solitarios, otros en manada, pero ella no escuchaba, dejando que la indiferencia desvaneciera aullidos y dentelladas.
Alguien más la observaba con intensidad, extintos los focos, donde la melodía apenas destacaba. Un águila imperial derritiendo un cuerpo en oro y plata. Los únicos ojos que podían palparla.
Se acercó con sigilo, accediendo a su muralla.
- ¿Sabes que en el fondo no bailas tan bien? –le dijo.
Ella interrumpió el ritual, todo movimiento, y miró eclipsada. Las luces parecieron dejar  de enfocarla.
- Enseñarme tú. Te estaba buscando.
- Pues ya te he encontrado. Deja el juego. Me llamo Susana.

viernes, 5 de diciembre de 2014

Pies que se arrastran

Arrastraba los pies como si hubiera venido al mundo con ese rutinario movimiento. Lento, sereno, sin prisa. Sobraba arena y menguaba la brisa bajo aquel sol que exhibía poderoso su reinado. Y sin embargo, esas plantas que tiempo atrás gemían en silencio ahora ya apenas las percibía, apaciguados sus sentidos en algún sombrío recoveco.
Horas después remolcaba esos mismos pies por aceras y calzadas, sin siquiera percatarse de que hacía rato que el monarca se había rendido ante una dama de blanco. Hizo recuento de la mercancía vendida: muy pocos relojes, más gafas y unos cuantos vestidos. Viajó su mirada entre los moribundos vaivenes y atravesó con ansia y desazón el Estrecho. Y se permitió cinco minutos, ni uno más ni uno menos, para esbozar cómo sería un día de asueto, cómo vibraría el cuerpo de Annara bajo sus caricias, qué carita asomaría el niño bajo aquel cielo de perlas. Se perdieron sus ojos en esas aguas ni tan mansas ni tan tibias. Regresó aprisa y sepultó los cada vez más lejanos recuerdos. Y ya sólo pensó en descansar algo y agradecer la llegada de un nuevo día.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Juegos de críos

Trepó por aquel viejo tronco por última vez. Ya era mayor para cabañas en el aire, le venía repitiendo su padre. Que pensara más en chicas y se dejara de juegos de críos. Y mientras ascendía por el árbol a grandes zancadas, amigo y protector, silencioso aliado, le vino a la mente que por mucho que se empeñaran no quería nada con ellas, no como sus amigos, que sólo hablaban de besarlas, ya fueran feas o guapas, más gordas o más delgadas. Y cada vez estaba más solo y se sentía más incomprendido. Pensó y siguió pensando, ya refugiado entre aquellos tablones de madera, guarecido en su morada. No, no podía abandonarla.
Horas después, su madre mandó a la vecina rubita de ojos azules para convencerle de que bajara. "Si bajas, te doy un beso", prometió ella. Y ahí le entró el miedo, un terror súbito que se columpió desde su corazón hasta su cuello. La mismísima cabaña pareciera que temblaba, toda ira. Nada le importaban esos labios, y si bajaba, igual no podía liberarse de ellos. La niña de pelo vainilla, cuya inocencia iba escapándose de su mirada como quien no es consciente de ello, esperó abajo mientras observaba desconcertada cómo la madera vencía poco a poco y se resquebrajaba. ¿Se había levantado aquel viento repentino, así sin más?
Cuando se vio en el suelo, entre la hojarasca y la madera hecha trizas, lloró y lloró al contemplar la ausencia de su refugio, su historia revuelta entre matojos y ramas muertas. Al poco secó sus lágrimas con los puños sin apenas poder mover las piernas, comenzando a sentir un dolor muy agudo. Y para cuando vio a la niña acercarse corriendo acompañada de sus padres, en su ayuda, se percató de que sus ojos eran muy bonitos y su pelo muy fino, que tenía unos pómulos rosados y que su vestido de flores le provocaba un rarísimo escalofrío. Y una vez que la tuvo más y más cerca, se acordó de esos amigos. De repente, más allá de cabañas evaporadas y huesos hechos añicos, lo único que ansiaba era cobrarse aquel beso para comprobar en su piel a qué diablos sabía.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

La dama de negro

No podía dejar de observarla. Algo había en ella que forzaba a sus pupilas a seguir cada uno de sus gestos como si el tiempo no menguara, encadenado a su presencia y a su reflejo. Y eso que le confundía, y de qué manera, no acertar a adivinar el color de aquellos ojos, si verdosos, si algo amarillos, o si mezclaban ambas gamas cromáticas. Su pelo era negro sin titubeos, sus movimientos, lentos y armoniosos. Parecía relajada y a la vez en alerta máxima. Era mejor aún de lo que imaginaba. Se le ocurrió que quizás esto era ese amor del que tanto hablaban.
Permanecía inmóvil, embrujado, frente a aquel inoportuno cristal que los separaba. Dispuesto a recibir una y mil órdenes de esa solemne criatura si hiciera falta. La brusquedad de una mano de uñas punzantes deshizo el hechizo y agarró la suya, zarandeándola. Era el fin. Unas pocas palabras terminaron por confirmarlo. “Hijo, que vas a desgastar a la pantera de tanto mirarla. Déjalo ya, vámonos a ver a los pandas”. 

jueves, 23 de octubre de 2014

La cartera

“Chico, se te ha caído la cartera”, me dijo. Pero yo miré al suelo, hacia todos lados, y no vi nada. ¡La tenía a buen recaudo en mi bolsillo! Aquélla era mi parada, y antes de bajar me la quedé observando, sin comprender. Sábado siguiente, el mismo autobús, la misma luna en la madrugada. “¿Recuperaste tu cartera?”. Me di la vuelta atónito y allí estaba ella, con esos ojos rotundos y esa melena negra. Y en mi bolsillo, esta vez no había nada. “Sabía que la ibas a perder. Todos perdéis algo alguna vez”. Y seguí viéndola semana tras semana y terminé por perderlo todo, de la cabeza a los pies. Y todavía hoy, mientras la contemplo dormida en la cama, me pregunto si aquella cartera con mi corazón dentro no estará prisionera bajo su almohada.

martes, 7 de octubre de 2014

La ruleta

Recostada sobre el satén, Aurora se inspeccionaba de cara al gigantesco espejo, agitando su cabello leonino, el vientre plano, brazos y piernas esbeltos. Estampó su mirada turquesa sobre el reloj de pared. Las ocho y treinta y cinco. El mayor les estaría preparando la cena a sus hermanos pequeños. Cada noche lamentaba no poder estar allí con ellos y cada día rogaba a todos los infiernos por que algún día lo comprendieran. Ya llegaría, no quedaba tanto, todo en esta vida tiene su momento. Éste era su trabajo y también su talento. Una ruleta rusa con los billetes asegurados, aunque cómo llevárselos pudiera ser a veces tan doloroso y otras, muy pocas, incluso placentero.  
Alzó con ligereza primero la cabeza y seguido el cuerpo y se dirigió al baño para retocar su maquillaje. Los moratones que se afanaba en ocultar desde hace días comenzaban por fin a difuminarse. A continuación llenó el jacuzzi de agua y lo endulzó con esencias: unas cuantas gotas de lavanda y dos más de sándalo australiano. Nunca se sabía cuándo había que utilizarlo. A veces, con un poco de suerte, el cliente entraba primero en la bañera y una vez relajado le vencía el sueño, y ahí finalizaba su trabajo.
Tintinea armoniosa la sinfonía que vaticina que alguien espera al otro lado. El de las nueve en punto ha llegado. Se atusa la melena con las manos y calza los tacones que la elevan al metro setenta y tantos. Cuando abre esa puerta, seductora, expectante, preguntándose en el último instante si hoy le caerá en gracia uno de los buenos, el corazón y todos sus órganos internos le dan el más inesperado de los vuelcos. Allí, frente a ella, está Javier. “Que hoy es tu cumpleaños. Esta noche vas a descansar. Anda, vámonos a casa, mamá, que ya he pagado”. 

martes, 23 de septiembre de 2014

Descabezados

“Puedes salir un rato a la calle”, me sugirió. Había caído de golpe la noche y me obligué a airearme unos minutos, a respirar. Y advertí nada más cruzar la puerta que los árboles sólo eran troncos sin copas, que la gente caminaba sin sus cabezas sobre los hombros, que los coches iban solos. “Les… les falta… la cabeza”, balbuceé al entrar de nuevo en su despacho. Ella contuvo la carcajada. “Me voy ya”, anunció. “Tú aún tienes mucho trabajo”. Pero yo salí disparada hacia el baño. Observé el espejo y ahí ya no estaba mi rostro. Un cuerpo se tambaleaba debajo. Y unos dedos continuaban tecleando.

martes, 9 de septiembre de 2014

Vacaciones

Un fondo desdibujado bajo un cielo radiante. Y sombras, montón de sombras en movimiento y en reposo, rodeándolo todo. Pinceladas de colores y el rugido poderoso, casi invisible pero cercano.
Se había decidido a levantarse, el calor apretaba. Caminó en línea recta y alcanzó la orilla. Sus pies chillaron el percibir aquella agua tan fría, pero sumergió cuerpo y cabeza y en instantes advirtió un alivio salado, refrescante. Lo hizo varias veces, concentrada en que el vaivén no le llevara a perder su posición, los pies clavados.
Suficiente. No tardó en emprender la vuelta. Tercera sombrilla por la izquierda, entre la roja de rayas y la blanca con topos naranjas. Entrecerró los ojos, dudó. ¿De verdad sería aquélla? Sí, tenía que ser la amarilla. Y de nuevo, en su toalla. Respiró aliviada. Revolvió entera su bolsa de playa antes de sentarse. Y cuando lo hizo, su mirada encontró de nuevo un mar añil y nítido, las gaviotas sobrevolando. Las sombras eran ahora personas, mayores y niños, con pelos de todos los tonos y todos los cortes, de lo más variopintos. La arena, tan clara, y tan minúsculos sus granos. Y los barcos de vela a lo lejos, y las celulitis de ellas, y los abdominales de ellos, y los flotadores, y la espuma blanca de las olas rompiendo, y… Y qué distinto era el mundo con sus gafas puestas.

jueves, 21 de agosto de 2014

Dueños de la noche

Greyfriars desprende belleza e inquietud a partes iguales. Encaramado en una colina en la zona vieja de Edimburgo, exhibiéndose altivo frente al castillo medieval y los edificios y tejados de piedra gris de la ciudad, ejerce su poder y su historia remarcando su carácter vetusto y misterioso a todo aquel que merodee por sus senderos, algunos de tierra y algunos otros empedrados. Lápidas de siglos pasados se suceden en cuesta unas tras otras al abrigo de mantos ocres de hojas que dan por concluido el verano, envueltas entre la bruma escocesa y los semidesnudos árboles. 
Avanzada la tarde, tanto los caminos como la hierba fresca y tupida del camposanto suelen permanecer vacíos, así como la pequeña parroquia del XVI que se alza hacia la mitad del recinto. La zona en la que convergen torturados y torturadores de tiempos remotos se halla cerrada e infranqueable mediante una puerta de negros y oxidados barrotes que aconseja no acercarse demasiado. 
Las escasas farolas que salpican el terreno comienzan a emitir una tenue y débil luz. Emerge el viento de la nada, azota imparable las débiles ramas. La noche se aproxima, casi está aquí, se van marchando los últimos pájaros, y será entonces cuando las intranquilas ánimas salgan de sus tumbas para dejar claro quién manda. Un escalofrío, un extraño desasosiego o incluso un repentino e inexplicable dolor en un brazo pueden ser el resultado de adentrarse a deshoras en territorio de tantos y tan atormentados dueños.

martes, 5 de agosto de 2014

La visita

El salón de banquetes se oscurecía lentamente, tornando aún más lúgubre la estancia. La piedra se hacía más presente y cada vez dolía más el frío. Tapices flamencos y noble madera forraban las elevadas paredes, la luna amagando inquieta tras los cortinajes color púrpura de tan regios aposentos. La visita guiada había dado comienzo a las siete. Samuel y Pedro prestaban atención nula, rodando sus cochecitos por los suelos envejecidos. Hacían oídos sordos a prohibiciones y advertencias. “Niños, al conde no le agrada nada esto”, les espetó una vez más el vigilante, hastiado, desde la entrada.
Sus padres se vieron forzados a abandonar el lugar frente a las miradas molestas. Antes de dejar el salón, los pasos de los cuatro se frenaron en seco ante un retrato del caballero que en el siglo XIII dio vida a la fortaleza. A los mayores les detuvo esa insólita mirada, a los pequeños se les truncó la infancia a raíz de aquello. Nunca ya olvidarían aquellos ojos negros que de pronto se volvieron amarillos y a continuación rojo fuego, sonrisa diabólica traspasando el lienzo. Los hermanos tardaron semanas en recuperar el habla. Ya no volvieron a hacer rodar ningún juguete en ningún otro suelo. No imaginaban que jamás existió cualidad más importante para aquel conde que el respeto sincero. 

jueves, 24 de julio de 2014

Reciprocidades

Yo, soltero de oro, donjuán de una nueva era, la envidia de mis amigos, sentado en aquella silla de lazo rosa y funda de un blanco impoluto, luciendo traje y palmito. A mi izquierda, Andrea, antiguo ligue, también soltera, intentando engatusarme de nuevo. Ya la ignoré en su día, pero parecía no haber tenido bastante. Y a su izquierda, una morena de ojos felinos y labios densos. Nunca antes la había visto, con seguridad la recordaría, pero debía de ser amiga de mi ex, de vez en cuando intercambiaban confidencias. 
Durante aquella media hora, puede que más, me resultó inconcebible concentrarme en los novios, ni en sus promesas ni en sus anillos. En cuanto podía y como pudiera la miraba, consciente de mi descaro, para qué perder el tiempo. Pero al percibir de pronto aquel escalofrío interior que me recorrió entero, y a continuación un ahogo intempestivo, arrebatador, doloroso y a su vez placentero, supe que estaba perdido. ¡Así que esto es! Lo comprendí todo, a mis 35. Ella, cautivadora, enigmática desconocida, captó en algún momento mi mirada, y hacia la mitad de la ceremonia y durante los minutos finales iniciamos ambos un intercambio. Algo había en esto, tan viejo y tan nuevo para mí, que parecía recíproco. El acto finalizó, todos nos levantamos, y ahí, con todo su peso, mi nuevo mundo se vino abajo. Un malestar tan súbito como el regocijo anterior, que me agujereó por dentro. Esa preciosidad, al ponerse en pie, descubrió ante mí su cuerpo entero y con él un evidente embarazo.
-  ¿Es que no te habías dado cuenta de que estaba embarazada? Y tiene un marido, aunque no haya podido venir –Andrea, rencorosa, terminó por confirmar aquella obviedad, mezquinos sus ojos, clavados en mí a degüello.
Yo no dije nada, ¿para qué? O quizás es que enmudecí al instante. Ya en el exterior, y para mi sorpresa, aquella mujer vino hacia mí y se presentó, sin titubeos. “Hola, soy Carla”. Y me dio un abrazo, como si fuéramos buenos amigos que no se ven desde hace tiempo. Sentí sus manos en mi espalda, su perfume fresco, embriagador, deliciosa mejilla rozando mi piel. Y confirmé mi pronóstico inicial: estaba perdido. Sin esperanza y perdido. Sin futuro con ella, sin tardes de cine ni noches de cenas, y sin boda, y sin hijos, pero en definitiva, ya del todo perdido. Antes de separarnos de tan extraño, turbador abrazo, aquel ensueño de largos y negros cabellos susurró en mi oído: “Es una pena. No puede ser. Pero sí, esto es recíproco”.

lunes, 14 de julio de 2014

La mar y sus zapatos

No había nadie que no me mirara cuando me dirigí aquel domingo hacia el puerto. No es que fueran muchas personas, ni tampoco mi pueblo era tan grande ni aquél era día de lonja, pero todos los pares de ojos que por la calle Atlántico y las aledañas al muelle se me cruzaban, hacían algún gesto, subían o bajaban sus párpados en señal de duelo. Yo continué mi camino fingiéndome erguido con aquellos zapatos enormes, se me salían los pies por todos los lados, tenía que hincar las uñas bien hincadas y arrastrar las plantas mientras contaba los baldosines que iba salvando.
Atisbé la tranquilidad que se cernía sobre los barcos anclados, la mar serena, el cielo raso. Y contemplé esas distancias y ese horizonte y los comparé con los zapatos de mi padre. Y en ese instante ya no me parecieron tan grandes. Le había llorado en aquellos primeros días tanto como le había odiado, por irse sin avisar, por marcharse sin concedernos su abrazo, tan desnudo como certero el último de sus adioses. Porque mi hermano tendría que arrimar el hombro y ayudar a mi madre, ya no podría pasar tanto tiempo con él como antaño, desvelándome secretos de mayores.
Seguí observando aquel mar que tantos peces nos había prestado y empecé a sospechar  que algo raro se escondía ahí abajo, algún misterio envolvía esas profundidades más allá de sus coléricos arrebatos, que hacían que mi padre hubiera retornado siempre de ellas tan airado, que tan pocos besos recibiera mi madre de sus agrietados labios.   
Tardé algunos años en comprenderlo todo en su conjunto y mucho menos en resolverlo en pequeñas partes. Pistas en forma de ausencia de ojeras en mi madre, hasta entonces profundos y oscuros surcos que parecían extenderse hasta la barbilla en un rostro atrapado en una noche infinita. En que de repente descubría en ella una sonrisa como la mía cuando me atiborraba de golosinas. Caía también rato a rato en que ya no necesitaba arrebujarse en el sofá silenciando esa botella antes de irse a la cama, que sus mejillas amanecían asalmonadas y que cantaba cuando pasaba la escoba y se le iban los pies mientras asaba nuestras sardinas.
Y aún no lo había entendido todo, seguían sin explicármelo y yo sin atreverme a preguntarlo, cuando dos años después volví al muelle con los mismos zapatos, aún grandes para mis pies pero un poco menos. Y decidí entonces que aquella vez volvería a casa descalzo, y antes de lanzarlos allí donde había estado amarrada su barca, no quise dejar de darle las gracias al mar por habérselo llevado.

domingo, 29 de junio de 2014

Mariana

Me preguntaba en cada uno de mis desvelos si ardería en el infierno por desear que un camión arrollase a mi vecina. Y es que hacía mucho que el humor ni se asomaba por aquella casa, envuelta en una penumbra de rancios aromas, melodías desalentadas. Tenía 11 años y veía a mi abuela deslomarse, mi abuelo pudriéndose en una silla por una temprana enfermedad degenerativa. Mientras, la del primero, Mariana, toda ella un bamboleo de abrigos de pieles y lustrosos collares. Presumida y presumiendo, y mi abuela desgastándose a horas tardías y en otras casas, yo en su ausencia haciéndome cargo de aquel conato de abuelo, sin hermanos y sin padres, solo con ellos.
“Ódiala, ódiala siempre”, me alentaba mi abuela durante muchas cenas, casi siempre pan duro con un huevo medio hecho. “Ella se llevó aquel décimo de lotería ganador, se me coló en la administración de malas maneras y en mi boleto, que tenía que haber sido el suyo, no tocó nada”. Y con esa historia me desayunaba yo, y me merendaba, anegándome de ajenos recelos y haciéndolos míos de pleno.
En no pocas ocasiones, al volver del colegio y tras dejar a mi abuelo dormitando, bajaba a la calle y acechaba en la sombra los pasos de Mariana. Fue una tarde de marzo cuando, medio agazapado tras un seto, advertí cómo un joven sucio y desdentado le amenazaba navaja al cuello. La lanzó al suelo tras quitarle todo lo que llevaba y huyó corriendo.
“¿Es que no vas a ayudarme?”, me reprendió mientras yo celebraba aquella sorpresiva victoria, triunfante, bendecido por todos los cielos. “¿Por qué me miras siempre con tanta inquina? ¿Qué te ha contado tu abuela?” Se alzó sola, nula mi ayuda, despiadadas mis pupilas. “¿Lotería? ¿Yo? ¡Niño, pero qué dices y qué poco sabes! ¿Tú crees que yo seguiría en este barrio si me hubiese tocado algo?”. Me trasladó su verdad al confesarle yo la mía, ya sentada y dolorida en un banco. “Ni pieles ni collares, ¡qué sabrás tú de visón o conejo! Tu abuela se encaprichó de tu abuelo cuando iba a casarme con él. Se lo llevó ella en vez de yo en el último momento. Ésa fue la lotería, la suya y la mía”.
Atrás quedaron aquellos años, reconvertidos ahora en penosos retazos. Una tarde a la semana acudo a esa vieja casa de mi antiguo barrio, a acompañar a una Mariana demasiado anciana y demasiado desvalida, a hacerle compañía. Ella me recibe siempre con la sonrisa franca y los brazos abiertos. Su frase es la misma, sus palabras me arropan, ya sea verano o invierno. “Querido mío, qué feliz me haces. Como si fueras mi nieto”.

domingo, 22 de junio de 2014

Bajo el Sena

Desde aquel crucero que surcaba el río con arrogancia, la noche iba descubriendo un París enigmático y velado. Propios y ajenos ávidos de extraer su intensa fragancia al amparo y protección de las sigilosas estrellas.
Cuando aquel joven, que se había levantado con la vida en la mirada y la pasión en los labios, se topó con las tinieblas al arrojarse por la borda aquella madrugada, nadie pudo ni quiso entender que, en ocasiones, el desamor más repentino, París y su luna llena, con su resplandeciente cuchillo que desciende punzante hasta el filo de la tierra, provocan efectos devastadores que ni la misma belleza ni la segura llegada del alba consiguen recomponer. Recelos y sospechas sofocados para siempre bajo las sempiternas luces de la ciudad, bajo el Sena.

viernes, 13 de junio de 2014

Que se llame Pablo

“Qué precioso es. Tiene los ojitos como su padre, grandes y almendrados. También el mentón, y la nariz, respingona como la suya. Es tan guapo mi niño…”. Esther lo acoge en sus brazos y el bebé solloza agitado, ella sobre la cama, rodeados ambos de material médico y de mujeres y hombres pintados en verde y blanco. “¿Por qué no me dejarán sola con mi niño? Un poco, sólo un poco…”, se pregunta inquieta mientras se afana en aplacar su llanto. “También se parece a su hermano cuando nació. Sí, son muy parecidos…”, advierte orgullosa, almibarado el corazón.
Los segundos, los minutos vuelan, se esfuman escasos. No recuerda por qué, pero intuye que le queda muy poco tiempo con él.
- Se acabó. Despídase del bebé. La enfermera se lo llevará -escucha poco después sobrecogida.
Le besa repetidas veces en su carita. Memoriza para siempre esas tiernas facciones, su atrayente fragancia de recién nacido, la suavidad de sus pequeñas manos. “Pablo, quiero que se llame Pablo. ¿Volveré a verlo? ¿Me dejarán?”, se cuestiona ante ese grupo creciente de desconocidos. El rincón oscuro, la soledad, le esperan. En ese instante ésa es su única certeza. Y con tal convicción decae su ánimo, tan frugal y pasajero. Se apaga por fuera, se abrasa por dentro.
El niño ya no está, se lo han llevado. Se despierta de nuevo en ella el temor de no volver a sentirlo en su pecho, aún más el de regresar a aquel inhóspito lugar, escaso de luz, de vida, de aire. Se ahoga entre esos muros angostos. Algunas veces, estando allí, visualiza un cuchillo y unas manos. Otras veces observa sangre en las paredes, rojo candente que emana de todas partes. Muchas otras, a su marido y a su hijo mayor sobre el suelo, muertos ambos. Y en ocasiones, en muy escasas ocasiones, descubre esas manos y ese cuchillo acabando con las vidas de ese hombre y ese niño. Y entonces, las reconoce, son las suyas, sus propias manos. Y, además, ella sonríe.

jueves, 5 de junio de 2014

Mi noche

Falta una hora escasa y me confieso nerviosa, aturdida, también muy hambrienta. Le daría un buen mordisco a lo que fuera. El móvil retumba una y otra vez y yo sólo le espero a él. Por más que lo invoco su nombre no asoma por mi pantalla.
Durante el día apenas había ingerido alimento. Acudí por la mañana a mi tratamiento de masajes y belleza facial. A las dos, y tras una sesión intensa de pilates, estaba erguida en la barra de la cocina con una jarra de agua y una ensalada, sin apenas tocar el plato. Opté por llamar de nuevo a Miguel: “¿me vas a acompañar esta noche”?, le supliqué. “No, ya sabes que no”, me respondió, muy cabrón y muy distante. “¿Por qué me haces esto, justo hoy”? Y recuerdo con terror cómo le cuelgo, desolada y enfurecida a la vez. 
Sobre las cuatro practicaba yoga y después me daba un baño. Poco antes de las seis llegaban Hugo y compañía; Pilar con tres vestidos, dos de Carolina Herrera y el tercero de Versace. Media hora después escogía el Versace, largo y negro, y Lola iniciaba el maquillaje para proseguir Hugo después con el peinado. El moño bajo con tirabuzones colgando de las sienes no me convencía. “Recógemelos, Hugo”, le pedí, “le restan protagonismo al escote”. 
La ansiedad me atenaza. 40 minutos. Mis tripas rugen. Preparo el bolso, un sobre brillante de Chanel, y me calzo mis Louboutin rojos de 16 cm. A las ocho y media el coche me espera en la entrada y Rebeca me secunda mientras se apodera arisca de mi móvil. Poco después alguien abre la puerta y comienza la enésima de las funciones. Los flashes de las cámaras me ametrallan, uno tras otro, los micrófonos cercándome desde todos los ángulos. “¿No ha venido Miguel contigo?”…, “¿qué ha supuesto desnudarte por primera vez en una película”?..., “¿volverás a trabajar en Hollywood?” Y bla, bla, bla. Igual los tirabuzones no eran tan mala idea… ¿Se me marca la tripa? Claro que sí… Ayer tampoco tenía que haber comido. Miguel, Miguel, dejarme tirada esta noche…  Continúo desfilando y sonrío a todo el mundo, doy la mano a unos y otros, firmo decenas de autógrafos. Siguen acorralándome a preguntas, sobrevuelan los piropos. “Estoy muy feliz de estar aquí”…, “desnudarme ha sido fácil, no tengo problemas con mi cuerpo”…, “él no ha podido acompañarme, está rodando fuera”. Y entonces, me aferro al brazo del director y, entre aplausos y ovaciones, me adentro con él en la sala, espléndida y triunfante. Ésta es mi noche.

jueves, 29 de mayo de 2014

Mi vecino tenía una guitarra

La guitarra ametrallaba de nuevo furiosa, desgarrada, brutal. Para mí era música celestial, para los vecinos el representante en la Tierra de todos los infiernos. Yo me asomaba como cada tarde tras las cortinas vainilla de mi habitación, cuidándome de no ser vista ni de hacer ruido. Eran más allá de las siete y mientras la noche caía esos acordes emergían atronadores para hacerme vibrar. Se llamaba Joaquín, mi entrometida madre se había enterado por el portero. Y allí estaba él, frente a la ventana del quinto B, brazos fuertes castigando a cada cuerda, danzando perturbador con el instrumento. Un gesto suyo y un pedacito de mí se iba directo al suelo, ya del todo eclipsada cuando le daba por lanzar su rubia melena al viento. Otras veces él sudaba, y relamiéndome yo observaba esas gotas resbalar por su pecho, los vaqueros rotos, negros, más abajo, cayendo perfectos.
La más adversa de las fortunas quiso que nunca jamás me lo cruzara en el ascensor, en el portal. Nada, ni un solo encuentro. Pero mi mente difusa entretejía ilusiones a golpe de espejismos, y para cuando estaba en la cama ya veía nítida mi boda en la playa con ese tío, mis amigas muertas de envidia, mis padres descompuestos. Hasta que un miserable día y sin previo aviso, Joaquín y su guitarra dejaron de sonar y de rugirme por fuera y por dentro. ¿Qué habrá pasado?, comencé a preguntarme descorriendo a cada instante aquel visillo, ya sin miedo alguno a mostrarme, enloquecida.
Han transcurrido dos semanas de tormentosa ausencia cuando mi madre me hace salir a toda prisa de mi cuarto. “Me he enterado de que tu guitarrista preferido sale ahora en la tele, uno de esos concursos de jóvenes talentos. ¿No quieres verlo?”. Aparezco por el salón blanca como un espectro, tiemblo, se derriten mis manos. La tele está encendida, me siento, y tras minutos de tensión y de nervios, escucho de mi padre un “ahí está” y entonces… Entonces dejo de respirar. ¿Era ése Joaquín, mi Dios de impetuosa melena y vaqueros prietos? Lleva el pelo corto, raya en medio, zapatitos de charol, camisa blanca con pantalones de pinza a juego. Mis ojos crujen, echan fuego. Canta a Alejandro Sanz, el “corazón partío”. Mi corazón, mi corazón… ¿Dónde está mi corazón? Ya no late, si está no lo siento. Salgo de allí devastada, arruinadas una y mil vidas. Que viva el rock, que mi vecino ha muerto.

jueves, 22 de mayo de 2014

Cambio de rol

A lomos de su corcel de aluminio, ajeno a todo y a todos, cuesta arriba o cuesta abajo. Sólo una bala más proyectada en la distancia. Cabeza en calma, despejada, que no quiere ser nadie, que en este instante no aspira a nada. Acelera más y más, aspira con furia, saborea esa fragancia, frescor de los pinos, ente liberado. El viento en el rostro, quemando el asfalto, toneladas de adrenalina por los cuatro costados. A 150 por hora el mundo le rinde pleitesía, pero no depende ya de él, mucho menos de sus manos. Es Dios y al mismo tiempo no es nada. Vive el aquí y el ahora, cuerpo y mente purificados. Él y sus 130 caballos, él y su sueño, él y la carretera. Un pulso contra la naturaleza mirando de frente a la vida y a la muerte. Corazón rescatado, que atraviesa bosques y otea prados. Guantes gruesos, de caña larga, protegen sus manos. Aprietan más, zigzaguean, quieren seguir volando. En pocas horas cambiará de guantes, de negros y rojos, a estériles y blancos. Colgará el cuero y se enfundará el gorro y la mascarilla. Aparcará esa pasión y se adentrará en otra. Postergará su vida para aliviar las ajenas. Arriba, contra el viento, no hay nombres ni apellidos. Al abrir esa puerta todo cambia, sus manos mandan, curan, salvan. De anónimo a doctor. De manillar a bisturí. Ligero y desconocido en su moto, preciso y experto en quirófano. 

miércoles, 14 de mayo de 2014

4 de febrero

Media luna de plata se inmiscuye curiosa entre las cortinas del ventanal. Cada vez va quedando menos para que el reloj repique esas 12 dentelladas. En apenas ocho minutos será, de nuevo, 4 de febrero. Habrán pasado tres años. Sus padres han insistido en que duerma con ellos, pero Violeta prefiere quedarse en su cama. Ya ha comenzado a sentir escalofríos, próxima la hora, el vello erizado, manos tensas y frías, pero no quiere irse de allí. Pese a todo, se trata de su hermana.

El miedo la oprime, incapaz de mover siquiera una pestaña, envuelto su rostro entero bajo esas sábanas, a la vez que una curiosidad incipiente y un amor cálido e imperecedero le aportan un breve pellizco de templanza. Es la hora. El reloj de pared de la entrada anuncia estridente un nuevo día, y al instante comienzan a abrirse y a cerrarse puertas y ventanas. Radios y televisión del salón se encienden y se apagan, ráfagas de aire frío deslizándose, ligeras, por toda la casa. Los libros de cuentos caen al suelo, se abren, sin importar en qué página. Andersen, hermanos Grimm, El libro de la selva, Cenicienta… Cualquiera de ellos le apasionaba. Y huele, huele tanto a ella… El piso entero perfumado de nostalgia. Cuánto echa de menos Violeta a su hermana. Ese vendaval turbio y desconcertante, que cruza de una dimensión a otra, escala en tiempo y magnitud cada año, cada madrugada del cuarto de febrero, como si quisiera recordarles que allí sigue ella, junto a los suyos, que no la olviden nunca ni la sustituyan en sus corazones jamás. Violeta, etéreas lágrimas abrigando sus ojos, entiende, acepta esa ira, ya sólo espera, inmóvil, a que regrese la calma. Al fin y al cabo, haberse ido al cielo con sólo cinco años es para estar muy pero que muy enfadada.  

martes, 29 de abril de 2014

Tarde de cumpleaños

Estaba a punto de soplar las velas de mi 30 cumpleaños. La tarde avanzaba y mi familia se congregaba en torno a la grandiosa mesa de roble repleta de copas del mejor cava, con el que yo no ni siquiera iba a brindar. ¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué no vuelvo hacia atrás? Reviví de un plumazo mi década pasada y asumí que esos diez años habían quedado ya del todo sepultados bajo decenas de libros blancos y vírgenes, aún por escribir y pendientes de recibir un final. ¿Y si aún puedo elegir? ¿Y si…? 
Yo en realidad me había quedado para siempre en aquella vieja ciudad colonial, en aquella playa, con 29, abrazada y abrazándome a aguas turquesas enmarcadas en blanca arena y esbeltísimas palmeras. Mi vida, la que me completaba, estaba allí, no en esa mesa colmada de velas encendidas de discreta hipocresía. “Me vuelvo a Puerto Rico, a San Juan”, anuncié de súbito cuando todos amagaban con las palmas de sus manos para iniciar la inminente procesión de aplausos. “En realidad ya sabéis que no puedo seguir aquí. Tengo una maleta que preparar”, continué revelando. Y me levanté, tiesa y orgullosa como la rosa roja que en realidad yo era, en mi renacida primavera, y salí de aquel salón sin escuchar las súplicas ni volver la vista atrás. Tenía ahorros, había ganado bastante sin hacer casi nada en el bufete de mi padre. Irónicamente, podía comprar un billete para salir en unas horas costase lo que costase. Me encerré en mi habitación y llené una pequeña bolsa de viaje. Tenía otras cosas que celebrar, acariciar un nuevo mundo pletórico de sonrisas y de entusiasmo, de besos de verdad, de los que no se compran con dinero, que resuenan y provocan un fogoso y perpetuo eco, que no se olvidan por voraz que brame el viento. A punto de salir por la puerta camino hacia el aeropuerto, regresé al salón y corté un trozo de tarta que coloqué en uno de aquellos platos de loza fina. De queso mascarpone y moscatel, adornada con cerezas y escrito mi nombre en ella. Me despedí. “Gracias por todo y por nada. Me la llevo para el camino. Para ella”, y acaricié mi tripita de cinco meses y medio mientras asía con la otra mano aquella esperanzadora maleta. 

jueves, 24 de abril de 2014

Agosto

Estoy sentado en mi silla de tela, con mi vieja camisa y mis viejas zapatillas, dispuesto a dejar correr las dos próximas horas. Unos chiquillos vociferan a mi izquierda. Levantan un castillo, llenan mis pies de arena. Sus madres y abuelas se atiborran mientras de pipas. Enfrente, y a mi derecha, varias quinceañeras embadurnándose de crema. Y entonces, un grito escalofriante, aterrador. Viene del agua. Una niña rubita de unos 6 a 8 años sale como un rayo de entre las olas. Chilla. Los alaridos, espeluznantes, se alternan con llanto. Una mole humana se congrega en torno a su menudo cuerpo asustado. Varios hombres avanzan poco después hacia el mar. Gritan con todas sus fuerzas. “¡¡Andrés, Andrés!! Dos socorristas hacen acto de presencia, hombre y mujer. Se lanzan al agua de inmediato. Desde megafonía se ordena que todo el mundo abandone el baño. Insisten. Es urgente. Un tiburón merodea por estas aguas. La niña llora y llora en la orilla. Su hermano pequeño ha desaparecido, el escualo lo arrastró mar adentro…
- ¡Papá, papá! -escucho bruscamente, y reconozco la voz de mi hija.
- ¿Qué pasa? ¿Ya nos vamos? Si acabo de llegar…-respondo frustrado.
- Ya llevas un rato y hoy hace demasiado calor. Te va a dar algo. Mejor te dejo en el chiringuito, allí estarás a la sombra -me replica ella, firme.
- Vaya, ahora que estábamos en lo mejor… -le contesto yo, en verdad indignado.
-¿Ya estabas otra vez? ¿Qué ha sido hoy? ¿Ha encallado un barco pirata? ¿O las pirañas han comenzado a morder a los bañistas? Estoy aquí, a tu derecha, agárrate y ahora te doy el bastón. Ya me lo cuentas todo luego.
Y así, me aferro a su brazo. Mi hija, mi guía en esta arena ardiente y hacinada. Mientras avanzamos, retomo la intriga. Voy visualizando a ese enorme tiburón, a esos próximos niños que van a aparecer, algunos descuartizados. No soy Spielberg, pero mi imaginación, poderosa, compensa esta mirada vacía, ojos con dueño pero sin vida. Y además, agosto es largo, muy largo.

martes, 15 de abril de 2014

La factura

¿Acabo de acostarme con un hombre? Observo a mi alrededor y reconozco mi ropa interior en el suelo y a un ser evidentemente masculino al otro lado de la cama con la cabeza hundida en la almohada. Pero, ¿quién es este tío y dónde estoy? Vuelvo al día anterior: quedé con varias amigas, tomamos unos gin tonic, cenamos algo después… ¿O las copas fueron tras la cena? Me fijo en su cuerpo desnudo: espaldas anchas, un buen trasero, cabello rubio oscuro y alborotado. No logro verle la cara y temo que se despierte. Me levanto sigilosa, descorro ligeramente las cortinas de la ventana y descubro la Gran Vía a mis pies. Este hombre, del que no recuerdo ni por asomo su procedencia, duerme a pierna suelta. Busco en su chaqueta, en sus pantalones. Adolfo Cifuentes, nacido en Málaga en 1990. Un momento. ¿1990? ¿Qué he hecho? La cabeza me da vueltas, efecto indudable de los mil alcoholes ingeridos y de mi desasosiego y descoordinación actuales. Hace dos días… ¿No firmé hace dos días los papeles del divorcio? Vale, me voy. Tambaleándome, recojo mi ropa, me visto y salgo de puntillas de la habitación.
La oficina está ya desierta y, como cada tarde, aplazo la vuelta a casa: nadie me espera y los recuerdos de Óscar en cada rincón me taladran el alma. Dos meses divorciada. Al principio lo celebré y, ahora… ahora no soy nada. Suena Springsteen en mi móvil. Contesto, y al otro lado una voz masculina se identifica como el padre de Adolfo Cifuentes. Estoy perpleja. ¿Por qué? ¿Para qué?
- Verá… -se explica-, llevo tiempo pensando en llamarla y ya no podía más. Resulta que salió usted corriendo de aquel hotel por la mañana y mi hijo, que es estudiante, no tenía con qué pagar la habitación, ni las dos botellas de Moët Chandon, ni los masajes filipinos con suplemento por ser a deshora, ni tampoco los caracoles a la Borgoña y la espuma de patata con virutas de caviar y foie. ¿No tenían allí bocata de lomo con queso ni Mahou fresquita? Ya se imaginará a quién le tocó resolver el entuerto…
Me muero. Me muero y después quiero volver a morirme.
- Mire, según mi hijo finalmente no pasó mucho entre ambos, tal era la cogorza que llevaba usted encima. Como el chaval se vio obligado a contarme qué había ocurrido, acabó reconociendo que aunque mucho mayor que él, cayó en sus redes porque era usted preciosa, espectacular, con un cuerpazo, una Diosa, dijo, o algo así. Sin embargo, por mucho embrujo que usted tenga… el dinero de la factura… Este asunto me ha dejado desplumado, ¿sabe?
- Lo siento, lo siento muchísimo. Yo… No recordaba… Deme sus datos bancarios y el importe total, y ahora mismo le haré una transferencia -contesto al fin mientras sigo implorando la llegada de la guadaña.
La conversación finaliza y realizo los trámites bajo el mayor bochorno de mi existencia. Un rato después, empiezo a reírme. Una y otra vez. De repente, no puedo parar. Como una auténtica loca. Me retuerzo en la silla, a carcajada limpia, mientras las palabras “espectacular”, “Diosa” y “cuerpazo” danzan desinhibidas por mi mente. Abandono por fin el despacho. Esta noche cocinaré algo rico y después me tumbaré en mi sofá y pondré algo de Woody Allen. ¡Qué ganas tengo de volver a casa!

jueves, 10 de abril de 2014

La caída

Tuvo claro que se moría. La sensación era extraña pero mucho más placentera de lo que nunca hubiera imaginado. “Si me tengo que ir, me voy, no pasa nada”. En un instante, un dolor intenso, punzante, había irrumpido en algún lugar de su cráneo para dar después paso a una envolvente paz. Lo siguiente que Marta percibió fueron murmullos crecientes y, una vez pudo abrir los ojos, una multitud arremolinada en torno a su cuerpo y mirada confusa. “Ha debido de ser ese hierro que hay en mitad de la acera”, susurraba una voz femenina. “Si ha pisado las hojas también puede haber resbalado”, afirmaba otra. Tumbada en la suelo, comenzó a tomar conciencia de su estado y del hilo de sangre que resbalaba desde su sien izquierda. En breve se halló sentada en la escalera de mármol de un señorial portal de la calle Serrano, atendida por el portero de la finca y por una mujer que oprimía con fuerza unos paños en su cabeza. Veinte minutos después la ambulancia estaba allí y, una vez dentro y rumbo hacia el hospital, Marta, preocupada, preocupadísima, cayó en la cuenta de que si tal como le habían dicho eran las dos de la tarde, ya no le daría tiempo a estar en casa para meter el pollo en el horno, asarlo y, mientras tanto, freír las patatas. “¡Pepito!”. Debía llamarlo de inmediato. Hoy, su marido tendría que comer algo frío.

miércoles, 9 de abril de 2014

El hayedo

“En el bosque no se juega, Elías. Recuérdalo, recuérdalo siempre”. Evoco las palabras de mi madre como un eco en el tiempo. “Nunca, jamás”, insistía ella. Pero nosotros jugábamos, vaya que si lo hacíamos. Ignorando las advertencias de nuestros padres, abuelos y profesores, jugábamos ajenos al mundo, a la realidad y a la suerte en aquel embriagador bosque de hayas centenarias, arroyos de agua cristalina y atrayentes y decrépitos puentes de madera raída.
Y porque uno muchas veces se encuentra donde nunca debiera haber entrado, ya sea sin querer o queriéndolo mucho, como era el caso, yo jugué y jugué, y no me cansé de jugar, tan electrizante era el hecho de romper las normas, desafiar el yugo de los adultos y marcar un territorio prohibido y excitante, peligroso y a la vez vital.
“Te lo dije, hijo, que allí no tenías que haber jugado”. De nuevo el eco, una frase lacerante y perpetua que me persigue a través del tiempo para morir una y otra vez ahogada en mi conciencia. "Ya soy muy viejo, mamá, no me atormentes más".
Observo desde mi posición privilegiada cómo algunos niños continúan viniendo y continúan jugando. Y quiero morirme pero no me muero, quiero avisarles pero tampoco puedo. El hayedo debe permanecer vivo, otros más habrán de venir y habrán de jugar. Y yo, que respiro pero no huelo, con piernas que no siento y brazos que no muevo, formo parte de este juego, maquiavélico, inmortal.
Un niño de pelo rubio y ojos vivos y azulados se acerca junto a otro de mirada gris y pelo castaño.
- Me gusta este árbol. Podríamos jugar aquí. Será nuestro campamento -afirma el primero.
- Me parece bien. Mira la placa. Este árbol se llama Elías -contesta el segundo.
- Me encanta, ¡me encanta Elías!, jugaremos en Elías. Cómo me gusta que todos los árboles de este bosque tengan nombre. ¿Crees que algún día veremos alguno con los nuestros?

Una breve introducción

La primera palabra completa que yo escribí fue “jilipollas”. Le lancé aquel papel a mi madre con muy malas pulgas y a saber por qué motivo cuando era una cría. Con semejante errata en mi estreno, quién iba a imaginar que años después trabajaría editando y corrigiendo textos, tareas técnicas que requieren cierta destreza lingüística. Aquella primera palabra permanece guardada en algún cajón, a buen recaudo, y desde entonces se han ido sucediendo muchas más, también archivadas hasta la fecha, en que empiezo a desempolvarlas. Por fortuna, mi ortografía mejoró, y aunque estudié Publicidad y Marketing enseguida y por casualidad comencé a trabajar para grandes y pequeñas editoriales. De vez en cuando, pero muy de vez en cuando, escribía en mis ratos libres, sin embargo fue en 2013 cuando empecé a hacerlo de forma habitual gracias a un taller de creación literaria que me ayudó a sacar muchas cosas de dentro, a soltarme. Mejor o peor, lanzo desde aquí y desde hoy mi mirada al mundo, mi granito de arena, uno más en un infinito desiertoComo novata e inexperta que soy, lo hago consciente y sabedora de que meteré mucho la pata, ansiosa por aprender y corregirme cada día. En definitiva, este es mi comienzo en el relato corto, una afición creciente que me está aportando mucho, me hace feliz. Y al fin y al cabo, en eso consiste todo, ¿no?