martes, 29 de abril de 2014

Tarde de cumpleaños

Estaba a punto de soplar las velas de mi 30 cumpleaños. La tarde avanzaba y mi familia se congregaba en torno a la grandiosa mesa de roble repleta de copas del mejor cava, con el que yo no ni siquiera iba a brindar. ¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué no vuelvo hacia atrás? Reviví de un plumazo mi década pasada y asumí que esos diez años habían quedado ya del todo sepultados bajo decenas de libros blancos y vírgenes, aún por escribir y pendientes de recibir un final. ¿Y si aún puedo elegir? ¿Y si…? 
Yo en realidad me había quedado para siempre en aquella vieja ciudad colonial, en aquella playa, con 29, abrazada y abrazándome a aguas turquesas enmarcadas en blanca arena y esbeltísimas palmeras. Mi vida, la que me completaba, estaba allí, no en esa mesa colmada de velas encendidas de discreta hipocresía. “Me vuelvo a Puerto Rico, a San Juan”, anuncié de súbito cuando todos amagaban con las palmas de sus manos para iniciar la inminente procesión de aplausos. “En realidad ya sabéis que no puedo seguir aquí. Tengo una maleta que preparar”, continué revelando. Y me levanté, tiesa y orgullosa como la rosa roja que en realidad yo era, en mi renacida primavera, y salí de aquel salón sin escuchar las súplicas ni volver la vista atrás. Tenía ahorros, había ganado bastante sin hacer casi nada en el bufete de mi padre. Irónicamente, podía comprar un billete para salir en unas horas costase lo que costase. Me encerré en mi habitación y llené una pequeña bolsa de viaje. Tenía otras cosas que celebrar, acariciar un nuevo mundo pletórico de sonrisas y de entusiasmo, de besos de verdad, de los que no se compran con dinero, que resuenan y provocan un fogoso y perpetuo eco, que no se olvidan por voraz que brame el viento. A punto de salir por la puerta camino hacia el aeropuerto, regresé al salón y corté un trozo de tarta que coloqué en uno de aquellos platos de loza fina. De queso mascarpone y moscatel, adornada con cerezas y escrito mi nombre en ella. Me despedí. “Gracias por todo y por nada. Me la llevo para el camino. Para ella”, y acaricié mi tripita de cinco meses y medio mientras asía con la otra mano aquella esperanzadora maleta. 

jueves, 24 de abril de 2014

Agosto

Estoy sentado en mi silla de tela, con mi vieja camisa y mis viejas zapatillas, dispuesto a dejar correr las dos próximas horas. Unos chiquillos vociferan a mi izquierda. Levantan un castillo, llenan mis pies de arena. Sus madres y abuelas se atiborran mientras de pipas. Enfrente, y a mi derecha, varias quinceañeras embadurnándose de crema. Y entonces, un grito escalofriante, aterrador. Viene del agua. Una niña rubita de unos 6 a 8 años sale como un rayo de entre las olas. Chilla. Los alaridos, espeluznantes, se alternan con llanto. Una mole humana se congrega en torno a su menudo cuerpo asustado. Varios hombres avanzan poco después hacia el mar. Gritan con todas sus fuerzas. “¡¡Andrés, Andrés!! Dos socorristas hacen acto de presencia, hombre y mujer. Se lanzan al agua de inmediato. Desde megafonía se ordena que todo el mundo abandone el baño. Insisten. Es urgente. Un tiburón merodea por estas aguas. La niña llora y llora en la orilla. Su hermano pequeño ha desaparecido, el escualo lo arrastró mar adentro…
- ¡Papá, papá! -escucho bruscamente, y reconozco la voz de mi hija.
- ¿Qué pasa? ¿Ya nos vamos? Si acabo de llegar…-respondo frustrado.
- Ya llevas un rato y hoy hace demasiado calor. Te va a dar algo. Mejor te dejo en el chiringuito, allí estarás a la sombra -me replica ella, firme.
- Vaya, ahora que estábamos en lo mejor… -le contesto yo, en verdad indignado.
-¿Ya estabas otra vez? ¿Qué ha sido hoy? ¿Ha encallado un barco pirata? ¿O las pirañas han comenzado a morder a los bañistas? Estoy aquí, a tu derecha, agárrate y ahora te doy el bastón. Ya me lo cuentas todo luego.
Y así, me aferro a su brazo. Mi hija, mi guía en esta arena ardiente y hacinada. Mientras avanzamos, retomo la intriga. Voy visualizando a ese enorme tiburón, a esos próximos niños que van a aparecer, algunos descuartizados. No soy Spielberg, pero mi imaginación, poderosa, compensa esta mirada vacía, ojos con dueño pero sin vida. Y además, agosto es largo, muy largo.

martes, 15 de abril de 2014

La factura

¿Acabo de acostarme con un hombre? Observo a mi alrededor y reconozco mi ropa interior en el suelo y a un ser evidentemente masculino al otro lado de la cama con la cabeza hundida en la almohada. Pero, ¿quién es este tío y dónde estoy? Vuelvo al día anterior: quedé con varias amigas, tomamos unos gin tonic, cenamos algo después… ¿O las copas fueron tras la cena? Me fijo en su cuerpo desnudo: espaldas anchas, un buen trasero, cabello rubio oscuro y alborotado. No logro verle la cara y temo que se despierte. Me levanto sigilosa, descorro ligeramente las cortinas de la ventana y descubro la Gran Vía a mis pies. Este hombre, del que no recuerdo ni por asomo su procedencia, duerme a pierna suelta. Busco en su chaqueta, en sus pantalones. Adolfo Cifuentes, nacido en Málaga en 1990. Un momento. ¿1990? ¿Qué he hecho? La cabeza me da vueltas, efecto indudable de los mil alcoholes ingeridos y de mi desasosiego y descoordinación actuales. Hace dos días… ¿No firmé hace dos días los papeles del divorcio? Vale, me voy. Tambaleándome, recojo mi ropa, me visto y salgo de puntillas de la habitación.
La oficina está ya desierta y, como cada tarde, aplazo la vuelta a casa: nadie me espera y los recuerdos de Óscar en cada rincón me taladran el alma. Dos meses divorciada. Al principio lo celebré y, ahora… ahora no soy nada. Suena Springsteen en mi móvil. Contesto, y al otro lado una voz masculina se identifica como el padre de Adolfo Cifuentes. Estoy perpleja. ¿Por qué? ¿Para qué?
- Verá… -se explica-, llevo tiempo pensando en llamarla y ya no podía más. Resulta que salió usted corriendo de aquel hotel por la mañana y mi hijo, que es estudiante, no tenía con qué pagar la habitación, ni las dos botellas de Moët Chandon, ni los masajes filipinos con suplemento por ser a deshora, ni tampoco los caracoles a la Borgoña y la espuma de patata con virutas de caviar y foie. ¿No tenían allí bocata de lomo con queso ni Mahou fresquita? Ya se imaginará a quién le tocó resolver el entuerto…
Me muero. Me muero y después quiero volver a morirme.
- Mire, según mi hijo finalmente no pasó mucho entre ambos, tal era la cogorza que llevaba usted encima. Como el chaval se vio obligado a contarme qué había ocurrido, acabó reconociendo que aunque mucho mayor que él, cayó en sus redes porque era usted preciosa, espectacular, con un cuerpazo, una Diosa, dijo, o algo así. Sin embargo, por mucho embrujo que usted tenga… el dinero de la factura… Este asunto me ha dejado desplumado, ¿sabe?
- Lo siento, lo siento muchísimo. Yo… No recordaba… Deme sus datos bancarios y el importe total, y ahora mismo le haré una transferencia -contesto al fin mientras sigo implorando la llegada de la guadaña.
La conversación finaliza y realizo los trámites bajo el mayor bochorno de mi existencia. Un rato después, empiezo a reírme. Una y otra vez. De repente, no puedo parar. Como una auténtica loca. Me retuerzo en la silla, a carcajada limpia, mientras las palabras “espectacular”, “Diosa” y “cuerpazo” danzan desinhibidas por mi mente. Abandono por fin el despacho. Esta noche cocinaré algo rico y después me tumbaré en mi sofá y pondré algo de Woody Allen. ¡Qué ganas tengo de volver a casa!

jueves, 10 de abril de 2014

La caída

Tuvo claro que se moría. La sensación era extraña pero mucho más placentera de lo que nunca hubiera imaginado. “Si me tengo que ir, me voy, no pasa nada”. En un instante, un dolor intenso, punzante, había irrumpido en algún lugar de su cráneo para dar después paso a una envolvente paz. Lo siguiente que Marta percibió fueron murmullos crecientes y, una vez pudo abrir los ojos, una multitud arremolinada en torno a su cuerpo y mirada confusa. “Ha debido de ser ese hierro que hay en mitad de la acera”, susurraba una voz femenina. “Si ha pisado las hojas también puede haber resbalado”, afirmaba otra. Tumbada en la suelo, comenzó a tomar conciencia de su estado y del hilo de sangre que resbalaba desde su sien izquierda. En breve se halló sentada en la escalera de mármol de un señorial portal de la calle Serrano, atendida por el portero de la finca y por una mujer que oprimía con fuerza unos paños en su cabeza. Veinte minutos después la ambulancia estaba allí y, una vez dentro y rumbo hacia el hospital, Marta, preocupada, preocupadísima, cayó en la cuenta de que si tal como le habían dicho eran las dos de la tarde, ya no le daría tiempo a estar en casa para meter el pollo en el horno, asarlo y, mientras tanto, freír las patatas. “¡Pepito!”. Debía llamarlo de inmediato. Hoy, su marido tendría que comer algo frío.

miércoles, 9 de abril de 2014

El hayedo

“En el bosque no se juega, Elías. Recuérdalo, recuérdalo siempre”. Evoco las palabras de mi madre como un eco en el tiempo. “Nunca, jamás”, insistía ella. Pero nosotros jugábamos, vaya que si lo hacíamos. Ignorando las advertencias de nuestros padres, abuelos y profesores, jugábamos ajenos al mundo, a la realidad y a la suerte en aquel embriagador bosque de hayas centenarias, arroyos de agua cristalina y atrayentes y decrépitos puentes de madera raída.
Y porque uno muchas veces se encuentra donde nunca debiera haber entrado, ya sea sin querer o queriéndolo mucho, como era el caso, yo jugué y jugué, y no me cansé de jugar, tan electrizante era el hecho de romper las normas, desafiar el yugo de los adultos y marcar un territorio prohibido y excitante, peligroso y a la vez vital.
“Te lo dije, hijo, que allí no tenías que haber jugado”. De nuevo el eco, una frase lacerante y perpetua que me persigue a través del tiempo para morir una y otra vez ahogada en mi conciencia. "Ya soy muy viejo, mamá, no me atormentes más".
Observo desde mi posición privilegiada cómo algunos niños continúan viniendo y continúan jugando. Y quiero morirme pero no me muero, quiero avisarles pero tampoco puedo. El hayedo debe permanecer vivo, otros más habrán de venir y habrán de jugar. Y yo, que respiro pero no huelo, con piernas que no siento y brazos que no muevo, formo parte de este juego, maquiavélico, inmortal.
Un niño de pelo rubio y ojos vivos y azulados se acerca junto a otro de mirada gris y pelo castaño.
- Me gusta este árbol. Podríamos jugar aquí. Será nuestro campamento -afirma el primero.
- Me parece bien. Mira la placa. Este árbol se llama Elías -contesta el segundo.
- Me encanta, ¡me encanta Elías!, jugaremos en Elías. Cómo me gusta que todos los árboles de este bosque tengan nombre. ¿Crees que algún día veremos alguno con los nuestros?

Una breve introducción

La primera palabra completa que yo escribí fue “jilipollas”. Le lancé aquel papel a mi madre con muy malas pulgas y a saber por qué motivo cuando era una cría. Con semejante errata en mi estreno, quién iba a imaginar que años después trabajaría editando y corrigiendo textos, tareas técnicas que requieren cierta destreza lingüística. Aquella primera palabra permanece guardada en algún cajón, a buen recaudo, y desde entonces se han ido sucediendo muchas más, también archivadas hasta la fecha, en que empiezo a desempolvarlas. Por fortuna, mi ortografía mejoró, y aunque estudié Publicidad y Marketing enseguida y por casualidad comencé a trabajar para grandes y pequeñas editoriales. De vez en cuando, pero muy de vez en cuando, escribía en mis ratos libres, sin embargo fue en 2013 cuando empecé a hacerlo de forma habitual gracias a un taller de creación literaria que me ayudó a sacar muchas cosas de dentro, a soltarme. Mejor o peor, lanzo desde aquí y desde hoy mi mirada al mundo, mi granito de arena, uno más en un infinito desiertoComo novata e inexperta que soy, lo hago consciente y sabedora de que meteré mucho la pata, ansiosa por aprender y corregirme cada día. En definitiva, este es mi comienzo en el relato corto, una afición creciente que me está aportando mucho, me hace feliz. Y al fin y al cabo, en eso consiste todo, ¿no?