La guitarra ametrallaba de nuevo furiosa, desgarrada,
brutal. Para mí era música celestial, para los vecinos el representante en
la Tierra de todos los infiernos. Yo me asomaba como cada tarde tras las
cortinas vainilla de mi habitación, cuidándome de no ser vista ni de hacer
ruido. Eran más allá de las siete y mientras la noche caía esos acordes
emergían atronadores para hacerme vibrar. Se llamaba Joaquín, mi
entrometida madre se había enterado por el portero. Y allí estaba
él, frente a la ventana del quinto B, brazos fuertes castigando a cada cuerda,
danzando perturbador con el instrumento. Un gesto suyo y un pedacito de mí se
iba directo al suelo, ya del todo eclipsada cuando le daba por lanzar su rubia
melena al viento. Otras veces él sudaba, y relamiéndome yo observaba esas gotas
resbalar por su pecho, los vaqueros rotos, negros, más abajo, cayendo
perfectos.
La más adversa de las fortunas quiso que nunca jamás me lo cruzara
en el ascensor, en el portal. Nada, ni un solo encuentro. Pero mi mente difusa entretejía ilusiones a golpe de espejismos, y para cuando estaba en la cama ya
veía nítida mi boda en la playa con ese tío, mis amigas muertas de envidia, mis
padres descompuestos. Hasta que un miserable día y sin previo aviso, Joaquín y
su guitarra dejaron de sonar y de rugirme por fuera y por dentro. ¿Qué habrá
pasado?, comencé a preguntarme descorriendo a cada instante aquel visillo, ya
sin miedo alguno a mostrarme, enloquecida.
Han transcurrido dos semanas de tormentosa ausencia cuando mi madre me hace salir a toda prisa de mi cuarto. “Me he enterado de que tu guitarrista preferido sale ahora en la tele, uno de esos concursos de jóvenes talentos. ¿No quieres verlo?”. Aparezco por el salón blanca como un espectro, tiemblo, se derriten mis manos. La tele está encendida, me siento, y tras minutos de tensión y de nervios, escucho de mi padre un “ahí está” y entonces… Entonces dejo de respirar. ¿Era ése Joaquín, mi Dios de impetuosa melena y vaqueros prietos? Lleva el pelo corto, raya en medio, zapatitos de charol, camisa blanca con pantalones de pinza a juego. Mis ojos crujen, echan fuego. Canta a Alejandro Sanz, el “corazón partío”. Mi corazón, mi corazón… ¿Dónde está mi corazón? Ya no late, si está no lo siento. Salgo de allí devastada, arruinadas una y mil vidas. Que viva el rock, que mi vecino ha muerto.
Han transcurrido dos semanas de tormentosa ausencia cuando mi madre me hace salir a toda prisa de mi cuarto. “Me he enterado de que tu guitarrista preferido sale ahora en la tele, uno de esos concursos de jóvenes talentos. ¿No quieres verlo?”. Aparezco por el salón blanca como un espectro, tiemblo, se derriten mis manos. La tele está encendida, me siento, y tras minutos de tensión y de nervios, escucho de mi padre un “ahí está” y entonces… Entonces dejo de respirar. ¿Era ése Joaquín, mi Dios de impetuosa melena y vaqueros prietos? Lleva el pelo corto, raya en medio, zapatitos de charol, camisa blanca con pantalones de pinza a juego. Mis ojos crujen, echan fuego. Canta a Alejandro Sanz, el “corazón partío”. Mi corazón, mi corazón… ¿Dónde está mi corazón? Ya no late, si está no lo siento. Salgo de allí devastada, arruinadas una y mil vidas. Que viva el rock, que mi vecino ha muerto.