jueves, 29 de mayo de 2014

Mi vecino tenía una guitarra

La guitarra ametrallaba de nuevo furiosa, desgarrada, brutal. Para mí era música celestial, para los vecinos el representante en la Tierra de todos los infiernos. Yo me asomaba como cada tarde tras las cortinas vainilla de mi habitación, cuidándome de no ser vista ni de hacer ruido. Eran más allá de las siete y mientras la noche caía esos acordes emergían atronadores para hacerme vibrar. Se llamaba Joaquín, mi entrometida madre se había enterado por el portero. Y allí estaba él, frente a la ventana del quinto B, brazos fuertes castigando a cada cuerda, danzando perturbador con el instrumento. Un gesto suyo y un pedacito de mí se iba directo al suelo, ya del todo eclipsada cuando le daba por lanzar su rubia melena al viento. Otras veces él sudaba, y relamiéndome yo observaba esas gotas resbalar por su pecho, los vaqueros rotos, negros, más abajo, cayendo perfectos.
La más adversa de las fortunas quiso que nunca jamás me lo cruzara en el ascensor, en el portal. Nada, ni un solo encuentro. Pero mi mente difusa entretejía ilusiones a golpe de espejismos, y para cuando estaba en la cama ya veía nítida mi boda en la playa con ese tío, mis amigas muertas de envidia, mis padres descompuestos. Hasta que un miserable día y sin previo aviso, Joaquín y su guitarra dejaron de sonar y de rugirme por fuera y por dentro. ¿Qué habrá pasado?, comencé a preguntarme descorriendo a cada instante aquel visillo, ya sin miedo alguno a mostrarme, enloquecida.
Han transcurrido dos semanas de tormentosa ausencia cuando mi madre me hace salir a toda prisa de mi cuarto. “Me he enterado de que tu guitarrista preferido sale ahora en la tele, uno de esos concursos de jóvenes talentos. ¿No quieres verlo?”. Aparezco por el salón blanca como un espectro, tiemblo, se derriten mis manos. La tele está encendida, me siento, y tras minutos de tensión y de nervios, escucho de mi padre un “ahí está” y entonces… Entonces dejo de respirar. ¿Era ése Joaquín, mi Dios de impetuosa melena y vaqueros prietos? Lleva el pelo corto, raya en medio, zapatitos de charol, camisa blanca con pantalones de pinza a juego. Mis ojos crujen, echan fuego. Canta a Alejandro Sanz, el “corazón partío”. Mi corazón, mi corazón… ¿Dónde está mi corazón? Ya no late, si está no lo siento. Salgo de allí devastada, arruinadas una y mil vidas. Que viva el rock, que mi vecino ha muerto.

jueves, 22 de mayo de 2014

Cambio de rol

A lomos de su corcel de aluminio, ajeno a todo y a todos, cuesta arriba o cuesta abajo. Sólo una bala más proyectada en la distancia. Cabeza en calma, despejada, que no quiere ser nadie, que en este instante no aspira a nada. Acelera más y más, aspira con furia, saborea esa fragancia, frescor de los pinos, ente liberado. El viento en el rostro, quemando el asfalto, toneladas de adrenalina por los cuatro costados. A 150 por hora el mundo le rinde pleitesía, pero no depende ya de él, mucho menos de sus manos. Es Dios y al mismo tiempo no es nada. Vive el aquí y el ahora, cuerpo y mente purificados. Él y sus 130 caballos, él y su sueño, él y la carretera. Un pulso contra la naturaleza mirando de frente a la vida y a la muerte. Corazón rescatado, que atraviesa bosques y otea prados. Guantes gruesos, de caña larga, protegen sus manos. Aprietan más, zigzaguean, quieren seguir volando. En pocas horas cambiará de guantes, de negros y rojos, a estériles y blancos. Colgará el cuero y se enfundará el gorro y la mascarilla. Aparcará esa pasión y se adentrará en otra. Postergará su vida para aliviar las ajenas. Arriba, contra el viento, no hay nombres ni apellidos. Al abrir esa puerta todo cambia, sus manos mandan, curan, salvan. De anónimo a doctor. De manillar a bisturí. Ligero y desconocido en su moto, preciso y experto en quirófano. 

miércoles, 14 de mayo de 2014

4 de febrero

Media luna de plata se inmiscuye curiosa entre las cortinas del ventanal. Cada vez va quedando menos para que el reloj repique esas 12 dentelladas. En apenas ocho minutos será, de nuevo, 4 de febrero. Habrán pasado tres años. Sus padres han insistido en que duerma con ellos, pero Violeta prefiere quedarse en su cama. Ya ha comenzado a sentir escalofríos, próxima la hora, el vello erizado, manos tensas y frías, pero no quiere irse de allí. Pese a todo, se trata de su hermana.

El miedo la oprime, incapaz de mover siquiera una pestaña, envuelto su rostro entero bajo esas sábanas, a la vez que una curiosidad incipiente y un amor cálido e imperecedero le aportan un breve pellizco de templanza. Es la hora. El reloj de pared de la entrada anuncia estridente un nuevo día, y al instante comienzan a abrirse y a cerrarse puertas y ventanas. Radios y televisión del salón se encienden y se apagan, ráfagas de aire frío deslizándose, ligeras, por toda la casa. Los libros de cuentos caen al suelo, se abren, sin importar en qué página. Andersen, hermanos Grimm, El libro de la selva, Cenicienta… Cualquiera de ellos le apasionaba. Y huele, huele tanto a ella… El piso entero perfumado de nostalgia. Cuánto echa de menos Violeta a su hermana. Ese vendaval turbio y desconcertante, que cruza de una dimensión a otra, escala en tiempo y magnitud cada año, cada madrugada del cuarto de febrero, como si quisiera recordarles que allí sigue ella, junto a los suyos, que no la olviden nunca ni la sustituyan en sus corazones jamás. Violeta, etéreas lágrimas abrigando sus ojos, entiende, acepta esa ira, ya sólo espera, inmóvil, a que regrese la calma. Al fin y al cabo, haberse ido al cielo con sólo cinco años es para estar muy pero que muy enfadada.