domingo, 29 de junio de 2014

Mariana

Me preguntaba en cada uno de mis desvelos si ardería en el infierno por desear que un camión arrollase a mi vecina. Y es que hacía mucho que el humor ni se asomaba por aquella casa, envuelta en una penumbra de rancios aromas, melodías desalentadas. Tenía 11 años y veía a mi abuela deslomarse, mi abuelo pudriéndose en una silla por una temprana enfermedad degenerativa. Mientras, la del primero, Mariana, toda ella un bamboleo de abrigos de pieles y lustrosos collares. Presumida y presumiendo, y mi abuela desgastándose a horas tardías y en otras casas, yo en su ausencia haciéndome cargo de aquel conato de abuelo, sin hermanos y sin padres, solo con ellos.
“Ódiala, ódiala siempre”, me alentaba mi abuela durante muchas cenas, casi siempre pan duro con un huevo medio hecho. “Ella se llevó aquel décimo de lotería ganador, se me coló en la administración de malas maneras y en mi boleto, que tenía que haber sido el suyo, no tocó nada”. Y con esa historia me desayunaba yo, y me merendaba, anegándome de ajenos recelos y haciéndolos míos de pleno.
En no pocas ocasiones, al volver del colegio y tras dejar a mi abuelo dormitando, bajaba a la calle y acechaba en la sombra los pasos de Mariana. Fue una tarde de marzo cuando, medio agazapado tras un seto, advertí cómo un joven sucio y desdentado le amenazaba navaja al cuello. La lanzó al suelo tras quitarle todo lo que llevaba y huyó corriendo.
“¿Es que no vas a ayudarme?”, me reprendió mientras yo celebraba aquella sorpresiva victoria, triunfante, bendecido por todos los cielos. “¿Por qué me miras siempre con tanta inquina? ¿Qué te ha contado tu abuela?” Se alzó sola, nula mi ayuda, despiadadas mis pupilas. “¿Lotería? ¿Yo? ¡Niño, pero qué dices y qué poco sabes! ¿Tú crees que yo seguiría en este barrio si me hubiese tocado algo?”. Me trasladó su verdad al confesarle yo la mía, ya sentada y dolorida en un banco. “Ni pieles ni collares, ¡qué sabrás tú de visón o conejo! Tu abuela se encaprichó de tu abuelo cuando iba a casarme con él. Se lo llevó ella en vez de yo en el último momento. Ésa fue la lotería, la suya y la mía”.
Atrás quedaron aquellos años, reconvertidos ahora en penosos retazos. Una tarde a la semana acudo a esa vieja casa de mi antiguo barrio, a acompañar a una Mariana demasiado anciana y demasiado desvalida, a hacerle compañía. Ella me recibe siempre con la sonrisa franca y los brazos abiertos. Su frase es la misma, sus palabras me arropan, ya sea verano o invierno. “Querido mío, qué feliz me haces. Como si fueras mi nieto”.

domingo, 22 de junio de 2014

Bajo el Sena

Desde aquel crucero que surcaba el río con arrogancia, la noche iba descubriendo un París enigmático y velado. Propios y ajenos ávidos de extraer su intensa fragancia al amparo y protección de las sigilosas estrellas.
Cuando aquel joven, que se había levantado con la vida en la mirada y la pasión en los labios, se topó con las tinieblas al arrojarse por la borda aquella madrugada, nadie pudo ni quiso entender que, en ocasiones, el desamor más repentino, París y su luna llena, con su resplandeciente cuchillo que desciende punzante hasta el filo de la tierra, provocan efectos devastadores que ni la misma belleza ni la segura llegada del alba consiguen recomponer. Recelos y sospechas sofocados para siempre bajo las sempiternas luces de la ciudad, bajo el Sena.

viernes, 13 de junio de 2014

Que se llame Pablo

“Qué precioso es. Tiene los ojitos como su padre, grandes y almendrados. También el mentón, y la nariz, respingona como la suya. Es tan guapo mi niño…”. Esther lo acoge en sus brazos y el bebé solloza agitado, ella sobre la cama, rodeados ambos de material médico y de mujeres y hombres pintados en verde y blanco. “¿Por qué no me dejarán sola con mi niño? Un poco, sólo un poco…”, se pregunta inquieta mientras se afana en aplacar su llanto. “También se parece a su hermano cuando nació. Sí, son muy parecidos…”, advierte orgullosa, almibarado el corazón.
Los segundos, los minutos vuelan, se esfuman escasos. No recuerda por qué, pero intuye que le queda muy poco tiempo con él.
- Se acabó. Despídase del bebé. La enfermera se lo llevará -escucha poco después sobrecogida.
Le besa repetidas veces en su carita. Memoriza para siempre esas tiernas facciones, su atrayente fragancia de recién nacido, la suavidad de sus pequeñas manos. “Pablo, quiero que se llame Pablo. ¿Volveré a verlo? ¿Me dejarán?”, se cuestiona ante ese grupo creciente de desconocidos. El rincón oscuro, la soledad, le esperan. En ese instante ésa es su única certeza. Y con tal convicción decae su ánimo, tan frugal y pasajero. Se apaga por fuera, se abrasa por dentro.
El niño ya no está, se lo han llevado. Se despierta de nuevo en ella el temor de no volver a sentirlo en su pecho, aún más el de regresar a aquel inhóspito lugar, escaso de luz, de vida, de aire. Se ahoga entre esos muros angostos. Algunas veces, estando allí, visualiza un cuchillo y unas manos. Otras veces observa sangre en las paredes, rojo candente que emana de todas partes. Muchas otras, a su marido y a su hijo mayor sobre el suelo, muertos ambos. Y en ocasiones, en muy escasas ocasiones, descubre esas manos y ese cuchillo acabando con las vidas de ese hombre y ese niño. Y entonces, las reconoce, son las suyas, sus propias manos. Y, además, ella sonríe.

jueves, 5 de junio de 2014

Mi noche

Falta una hora escasa y me confieso nerviosa, aturdida, también muy hambrienta. Le daría un buen mordisco a lo que fuera. El móvil retumba una y otra vez y yo sólo le espero a él. Por más que lo invoco su nombre no asoma por mi pantalla.
Durante el día apenas había ingerido alimento. Acudí por la mañana a mi tratamiento de masajes y belleza facial. A las dos, y tras una sesión intensa de pilates, estaba erguida en la barra de la cocina con una jarra de agua y una ensalada, sin apenas tocar el plato. Opté por llamar de nuevo a Miguel: “¿me vas a acompañar esta noche”?, le supliqué. “No, ya sabes que no”, me respondió, muy cabrón y muy distante. “¿Por qué me haces esto, justo hoy”? Y recuerdo con terror cómo le cuelgo, desolada y enfurecida a la vez. 
Sobre las cuatro practicaba yoga y después me daba un baño. Poco antes de las seis llegaban Hugo y compañía; Pilar con tres vestidos, dos de Carolina Herrera y el tercero de Versace. Media hora después escogía el Versace, largo y negro, y Lola iniciaba el maquillaje para proseguir Hugo después con el peinado. El moño bajo con tirabuzones colgando de las sienes no me convencía. “Recógemelos, Hugo”, le pedí, “le restan protagonismo al escote”. 
La ansiedad me atenaza. 40 minutos. Mis tripas rugen. Preparo el bolso, un sobre brillante de Chanel, y me calzo mis Louboutin rojos de 16 cm. A las ocho y media el coche me espera en la entrada y Rebeca me secunda mientras se apodera arisca de mi móvil. Poco después alguien abre la puerta y comienza la enésima de las funciones. Los flashes de las cámaras me ametrallan, uno tras otro, los micrófonos cercándome desde todos los ángulos. “¿No ha venido Miguel contigo?”…, “¿qué ha supuesto desnudarte por primera vez en una película”?..., “¿volverás a trabajar en Hollywood?” Y bla, bla, bla. Igual los tirabuzones no eran tan mala idea… ¿Se me marca la tripa? Claro que sí… Ayer tampoco tenía que haber comido. Miguel, Miguel, dejarme tirada esta noche…  Continúo desfilando y sonrío a todo el mundo, doy la mano a unos y otros, firmo decenas de autógrafos. Siguen acorralándome a preguntas, sobrevuelan los piropos. “Estoy muy feliz de estar aquí”…, “desnudarme ha sido fácil, no tengo problemas con mi cuerpo”…, “él no ha podido acompañarme, está rodando fuera”. Y entonces, me aferro al brazo del director y, entre aplausos y ovaciones, me adentro con él en la sala, espléndida y triunfante. Ésta es mi noche.