jueves, 24 de julio de 2014

Reciprocidades

Yo, soltero de oro, donjuán de una nueva era, la envidia de mis amigos, sentado en aquella silla de lazo rosa y funda de un blanco impoluto, luciendo traje y palmito. A mi izquierda, Andrea, antiguo ligue, también soltera, intentando engatusarme de nuevo. Ya la ignoré en su día, pero parecía no haber tenido bastante. Y a su izquierda, una morena de ojos felinos y labios densos. Nunca antes la había visto, con seguridad la recordaría, pero debía de ser amiga de mi ex, de vez en cuando intercambiaban confidencias. 
Durante aquella media hora, puede que más, me resultó inconcebible concentrarme en los novios, ni en sus promesas ni en sus anillos. En cuanto podía y como pudiera la miraba, consciente de mi descaro, para qué perder el tiempo. Pero al percibir de pronto aquel escalofrío interior que me recorrió entero, y a continuación un ahogo intempestivo, arrebatador, doloroso y a su vez placentero, supe que estaba perdido. ¡Así que esto es! Lo comprendí todo, a mis 35. Ella, cautivadora, enigmática desconocida, captó en algún momento mi mirada, y hacia la mitad de la ceremonia y durante los minutos finales iniciamos ambos un intercambio. Algo había en esto, tan viejo y tan nuevo para mí, que parecía recíproco. El acto finalizó, todos nos levantamos, y ahí, con todo su peso, mi nuevo mundo se vino abajo. Un malestar tan súbito como el regocijo anterior, que me agujereó por dentro. Esa preciosidad, al ponerse en pie, descubrió ante mí su cuerpo entero y con él un evidente embarazo.
-  ¿Es que no te habías dado cuenta de que estaba embarazada? Y tiene un marido, aunque no haya podido venir –Andrea, rencorosa, terminó por confirmar aquella obviedad, mezquinos sus ojos, clavados en mí a degüello.
Yo no dije nada, ¿para qué? O quizás es que enmudecí al instante. Ya en el exterior, y para mi sorpresa, aquella mujer vino hacia mí y se presentó, sin titubeos. “Hola, soy Carla”. Y me dio un abrazo, como si fuéramos buenos amigos que no se ven desde hace tiempo. Sentí sus manos en mi espalda, su perfume fresco, embriagador, deliciosa mejilla rozando mi piel. Y confirmé mi pronóstico inicial: estaba perdido. Sin esperanza y perdido. Sin futuro con ella, sin tardes de cine ni noches de cenas, y sin boda, y sin hijos, pero en definitiva, ya del todo perdido. Antes de separarnos de tan extraño, turbador abrazo, aquel ensueño de largos y negros cabellos susurró en mi oído: “Es una pena. No puede ser. Pero sí, esto es recíproco”.

lunes, 14 de julio de 2014

La mar y sus zapatos

No había nadie que no me mirara cuando me dirigí aquel domingo hacia el puerto. No es que fueran muchas personas, ni tampoco mi pueblo era tan grande ni aquél era día de lonja, pero todos los pares de ojos que por la calle Atlántico y las aledañas al muelle se me cruzaban, hacían algún gesto, subían o bajaban sus párpados en señal de duelo. Yo continué mi camino fingiéndome erguido con aquellos zapatos enormes, se me salían los pies por todos los lados, tenía que hincar las uñas bien hincadas y arrastrar las plantas mientras contaba los baldosines que iba salvando.
Atisbé la tranquilidad que se cernía sobre los barcos anclados, la mar serena, el cielo raso. Y contemplé esas distancias y ese horizonte y los comparé con los zapatos de mi padre. Y en ese instante ya no me parecieron tan grandes. Le había llorado en aquellos primeros días tanto como le había odiado, por irse sin avisar, por marcharse sin concedernos su abrazo, tan desnudo como certero el último de sus adioses. Porque mi hermano tendría que arrimar el hombro y ayudar a mi madre, ya no podría pasar tanto tiempo con él como antaño, desvelándome secretos de mayores.
Seguí observando aquel mar que tantos peces nos había prestado y empecé a sospechar  que algo raro se escondía ahí abajo, algún misterio envolvía esas profundidades más allá de sus coléricos arrebatos, que hacían que mi padre hubiera retornado siempre de ellas tan airado, que tan pocos besos recibiera mi madre de sus agrietados labios.   
Tardé algunos años en comprenderlo todo en su conjunto y mucho menos en resolverlo en pequeñas partes. Pistas en forma de ausencia de ojeras en mi madre, hasta entonces profundos y oscuros surcos que parecían extenderse hasta la barbilla en un rostro atrapado en una noche infinita. En que de repente descubría en ella una sonrisa como la mía cuando me atiborraba de golosinas. Caía también rato a rato en que ya no necesitaba arrebujarse en el sofá silenciando esa botella antes de irse a la cama, que sus mejillas amanecían asalmonadas y que cantaba cuando pasaba la escoba y se le iban los pies mientras asaba nuestras sardinas.
Y aún no lo había entendido todo, seguían sin explicármelo y yo sin atreverme a preguntarlo, cuando dos años después volví al muelle con los mismos zapatos, aún grandes para mis pies pero un poco menos. Y decidí entonces que aquella vez volvería a casa descalzo, y antes de lanzarlos allí donde había estado amarrada su barca, no quise dejar de darle las gracias al mar por habérselo llevado.