miércoles, 19 de noviembre de 2014

Juegos de críos

Trepó por aquel viejo tronco por última vez. Ya era mayor para cabañas en el aire, le venía repitiendo su padre. Que pensara más en chicas y se dejara de juegos de críos. Y mientras ascendía por el árbol a grandes zancadas, amigo y protector, silencioso aliado, le vino a la mente que por mucho que se empeñaran no quería nada con ellas, no como sus amigos, que sólo hablaban de besarlas, ya fueran feas o guapas, más gordas o más delgadas. Y cada vez estaba más solo y se sentía más incomprendido. Pensó y siguió pensando, ya refugiado entre aquellos tablones de madera, guarecido en su morada. No, no podía abandonarla.
Horas después, su madre mandó a la vecina rubita de ojos azules para convencerle de que bajara. "Si bajas, te doy un beso", prometió ella. Y ahí le entró el miedo, un terror súbito que se columpió desde su corazón hasta su cuello. La mismísima cabaña pareciera que temblaba, toda ira. Nada le importaban esos labios, y si bajaba, igual no podía liberarse de ellos. La niña de pelo vainilla, cuya inocencia iba escapándose de su mirada como quien no es consciente de ello, esperó abajo mientras observaba desconcertada cómo la madera vencía poco a poco y se resquebrajaba. ¿Se había levantado aquel viento repentino, así sin más?
Cuando se vio en el suelo, entre la hojarasca y la madera hecha trizas, lloró y lloró al contemplar la ausencia de su refugio, su historia revuelta entre matojos y ramas muertas. Al poco secó sus lágrimas con los puños sin apenas poder mover las piernas, comenzando a sentir un dolor muy agudo. Y para cuando vio a la niña acercarse corriendo acompañada de sus padres, en su ayuda, se percató de que sus ojos eran muy bonitos y su pelo muy fino, que tenía unos pómulos rosados y que su vestido de flores le provocaba un rarísimo escalofrío. Y una vez que la tuvo más y más cerca, se acordó de esos amigos. De repente, más allá de cabañas evaporadas y huesos hechos añicos, lo único que ansiaba era cobrarse aquel beso para comprobar en su piel a qué diablos sabía.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

La dama de negro

No podía dejar de observarla. Algo había en ella que forzaba a sus pupilas a seguir cada uno de sus gestos como si el tiempo no menguara, encadenado a su presencia y a su reflejo. Y eso que le confundía, y de qué manera, no acertar a adivinar el color de aquellos ojos, si verdosos, si algo amarillos, o si mezclaban ambas gamas cromáticas. Su pelo era negro sin titubeos, sus movimientos, lentos y armoniosos. Parecía relajada y a la vez en alerta máxima. Era mejor aún de lo que imaginaba. Se le ocurrió que quizás esto era ese amor del que tanto hablaban.
Permanecía inmóvil, embrujado, frente a aquel inoportuno cristal que los separaba. Dispuesto a recibir una y mil órdenes de esa solemne criatura si hiciera falta. La brusquedad de una mano de uñas punzantes deshizo el hechizo y agarró la suya, zarandeándola. Era el fin. Unas pocas palabras terminaron por confirmarlo. “Hijo, que vas a desgastar a la pantera de tanto mirarla. Déjalo ya, vámonos a ver a los pandas”.