Trepó
por aquel viejo tronco por última vez. Ya era mayor para cabañas en el aire, le
venía repitiendo su padre. Que pensara más en chicas y se dejara de juegos de
críos. Y mientras ascendía por el árbol a grandes zancadas, amigo y protector,
silencioso aliado, le vino a la mente que por mucho que se empeñaran no quería
nada con ellas, no como sus amigos, que sólo hablaban de besarlas, ya fueran
feas o guapas, más gordas o más delgadas. Y cada vez estaba más solo y se
sentía más incomprendido. Pensó y siguió pensando, ya refugiado entre aquellos
tablones de madera, guarecido en su morada. No, no podía abandonarla.
Horas
después, su madre mandó a la vecina rubita de ojos azules para convencerle de
que bajara. "Si bajas, te doy un beso", prometió ella. Y ahí le entró
el miedo, un terror súbito que se columpió desde su corazón hasta su cuello. La
mismísima cabaña pareciera que temblaba, toda ira. Nada le importaban esos
labios, y si bajaba, igual no podía liberarse de ellos. La niña de pelo
vainilla, cuya inocencia iba escapándose de su mirada como quien no es
consciente de ello, esperó abajo mientras observaba desconcertada cómo la
madera vencía poco a poco y se resquebrajaba. ¿Se había levantado aquel viento
repentino, así sin más?
Cuando
se vio en el suelo, entre la hojarasca y la madera hecha trizas, lloró y lloró
al contemplar la ausencia de su refugio, su historia revuelta entre matojos y
ramas muertas. Al poco secó sus lágrimas con los puños sin apenas poder mover
las piernas, comenzando a sentir un dolor muy agudo. Y para cuando vio a la
niña acercarse corriendo acompañada de sus padres, en su ayuda, se percató de
que sus ojos eran muy bonitos y su pelo muy fino, que tenía unos pómulos
rosados y que su vestido de flores le provocaba un rarísimo escalofrío. Y una
vez que la tuvo más y más cerca, se acordó de esos amigos. De repente, más allá
de cabañas evaporadas y huesos hechos añicos, lo único que ansiaba era cobrarse
aquel beso para comprobar en su piel a qué diablos sabía.