Se deslizaba al
ritmo de la última canción de moda, los brazos acompasados en dirección a las
luces alternas que desembocaban en la pista. Sus labios rojos eran el
fin de cualquiera, sus piernas prolongándose más allá de las sombras, de la
ciudad, sin límites que las contuvieran. Cómplice de unas caderas despiadadas, traviesa
su melena rizada. Cerraba los ojos y seducía con unas larguísimas pestañas, los
abría y cautivaba en verde esmeralda. Dulcificaba los labios en breves
intermitencias al compás del estribillo, insinuándose humana. Se acercaban lobos
solitarios, otros en manada, pero ella no escuchaba, dejando que la
indiferencia desvaneciera aullidos y dentelladas.
Alguien más la observaba con
intensidad, extintos los focos, donde la melodía apenas destacaba. Un águila
imperial derritiendo un cuerpo en oro y
plata. Los únicos ojos que podían palparla.
Se acercó con
sigilo,
accediendo a su muralla.
- ¿Sabes que en el fondo no bailas tan bien? –le dijo.
Ella interrumpió el ritual, todo movimiento, y miró eclipsada. Las luces parecieron dejar de enfocarla.
- Enseñarme tú. Te estaba buscando.
- Pues ya te he encontrado. Deja el juego. Me llamo Susana.