martes, 24 de noviembre de 2015

¿No te acuerdas, mamá?

No hace mucho le preguntaba a mi madre, muy anciana y ya olvidadiza, si recordaba cuando engrasaba la cerradura de la puerta para facilitarle la entrada a mi padre. Dijo que no, que eso me lo estaba inventando. Que sí, hombre, te tienes que acordar. Pensabas que así igual se pasaba alguna noche. Que cuando iba borracho era incapaz de atinar con la llave. Y yo siempre pendiente del sonido de aquella cerradura por si volvía para quedarse del todo. Porque al menos él no me golpeaba hasta sangrar. ¿De verdad no te acuerdas, mamá?

jueves, 22 de octubre de 2015

Una gasolinera en el desierto

El depósito languidecía y allí no había ninguna gasolinera. Aquella señal debió de ser un engaño de mis pupilas, un espejismo. Tras varios intentos de retomar la autopista me encontré en un pueblo de casitas blancas y tejados desvaídos. No se veía a nadie en las aceras, ningún otro vehículo circulaba por sus calzadas. Aparqué en la inhóspita plaza principal, su fuente sin agua ni gorriones picoteando sobre la piedra, sólo la sombra de mi silueta sumida en el desconcierto. Reparé en un local, parecía un bar, con la puerta abierta. Apareció un hombre enjuto y ojeroso. Me alegré en lo más hondo.
- ¿Qué desea?
- Buenos días. Busco cómo salir de aquí. No encuentro el camino de vuelta, es como si se lo hubiera tragado la tierra. Me dirijo al Cabo de Gata, soy fotógrafo y he de llegar hasta allí para realizar un encargo. Si pudiera indicarme…
- Aquí no hay carreteras, y no sé de qué gata me habla. ¿Quiere tomar algo, o no?
Y ante mi asombro, se dio la vuelta con la misma brusquedad con la que brotaron sus palabras y se perdió tras la barra. Abandoné el establecimiento y comencé a recorrer las calles anejas. No eran muchas, enseguida emergía el desierto rodeando en círculo el pueblo, anulado todo atisbo de existencia en aquella distancia infinita. Llamé a las puertas de algunas de las viviendas, me fijé en sus balcones de flores marchitas. Nada. Volví al coche, pero no arrancaba. Desistí tras varios intentos. Y de nuevo me presenté en el bar, pero su puerta ya no estaba abierta y por mucho que golpearon mis nudillos y rugió mi garganta continué en la misma soledad con la sensación de irme ahogando sin remedio.
Me recosté sobre el asiento trasero de mi viejo Citroën. Apreté los ojos con fuerza para frenar las lágrimas. Al volver a abrirlos contemplé a una mujer que caminaba hacia el coche. ¿Mi madre? ¿Cómo iba  a ser ella?  Enmudecido, fui en su búsqueda.
- No hay vuelta atrás, has de avanzar. Ya eras muy viejo, ¿no te acuerdas?
No sabía de qué estaba hablando. Quise abrazarla pero me dijo que ya habría tiempo. La seguí hasta el bar y me sumergí de su mano tras el mostrador para adentrarnos juntos en un lugar salpicado de casas de colores, con un río caudaloso, verdes praderas y gente paseando por sus calles. Me recordaba a algo todo aquello, era hermoso. Comencé a reconocer algunos rostros, me sentí más protegido. Aunque aún tenía que mantenerme alerta, no podía confiar. Debía seguir preguntando cuál era el maldito camino de vuelta.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Cúlpale a la oscuridad

Comenzaron a buscarse en la oscuridad. Un recorrido de los labios al cuello y del cuello a los labios con parada en la barbilla. Sus manos subían y bajaban, tentaban la piel bajo las indumentarias, apurando un aire que los oprimía.
¿Qué ha sido esto? ¡Pero qué hemos hecho! clamó ella después, cuando todo comenzaba a volver a la normalidad.
No lo sé, no lo sé… mascullaba él.
Reubicaron sus posiciones con premura, detuvieron las miradas el uno en el otro, lo justo para embargarles la vergüenza y para que ella se maldijera por no haber salido más tarde de la oficina. Él se abrochó los pantalones, ella abotonó su blusa mientras elucubraba una historia que expiara a aquellas medias desvencijadas, a aquel pelo del revés.
Continuaron hacia sus respectivas viviendas para encontrarse de nuevo al día siguiente. No podía ocurrir otra vez. Otro momento de confinamiento, otro corte de luz. Por si acaso, al abrir la puerta y reparar con sorpresa en el hijo adolescente y hercúleo de la vecina de arriba, se alejó del ascensor y decidió subir por las escaleras. No fuera que con penumbra o sin ella les diera por volverse a gustar. 

martes, 1 de septiembre de 2015

Eloísa

Eloísa desplegaba sus alas coronadas de conformidad y templanza desde el alba hasta que la noche se hundía entre las sábanas. Dormía como si las preocupaciones jamás hubiesen traspasado su armadura, comía con fruición y sonreía a todo aquel con el que se cruzaba. Su pulso aguantaba los tornados y terremotos del alma, su tensión siempre estable, las manos precisas, como el primer día. Nadie lo entendía, nadie se explicaba aquella capacidad de autorresucitarse y permanecer impasible. “Porque adoro mi trabajo. Y es necesario”, respondía en ocasiones. Había enterrado a dos maridos, un hijo, tres perros y un loro. Había quienes se preguntaban si por sus venas corría en verdad la sangre o aquello sería sólo tinta encarnada. Un día, una mañana, temblaron sus muñecas y su mente sufrió una sacudida. Aquellos tres rostros agolpándose, uno tras otro. “No, aquí no. No ahora”. Intentó tranquilizarse. “No pasa nada. Estoy bien”, se dijo. Sin embargo, aquella vez no atinó, no midió bien, no calculó. Erró en la dosis de la anestesia y aquel paciente al que ella misma había serenado, nunca despertó de la operación. Colgó la bata y lloró. Lágrimas que hubieran llenado cubos y apagado fuegos. Quienes la conocían afirmaban que aquellos llantos ya sin medida tenían el rostro de su hijo, los brazos y las piernas de los esposos y el corazón de un desconocido.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Al llegar a la habitación

Se desmayó cuando sus pies alcanzaban la entrada de la habitación. La 224, en la segunda planta y al final del pasillo. Ya era tarde. Por más que había corrido por aquellas calles sombrías. Por más que había serpenteado entre los coches y bajo la lluvia tórrida de mayo, sorteando bocinazos y bramidos. Su padre yacía aún caliente entre las sábanas, demasiado blanco, demasiado dormido. Despertó entre abrazos y manojos de cariño, las lágrimas desparramadas e incontrolables, sudor y agua del cielo entremezclados. Jamás se perdonaría no haber llegado a tiempo. No haber podido sonsacarle dónde estaba todo el dinero.

martes, 7 de julio de 2015

Mordido el último padrastro

No veía clara la melodía, pero sí las flores. Quería rosas. Blancas, en su mayoría blancas. En torno al ataúd de alguna madera noble. El más caro y rodeado de luces. Para eso llevaba años pagando el seguro. Dejaría cada detalle por escrito, prepararía a su marido y a sus hijos. Morir. Morirse. Qué poco le quedaba y cómo pataleaba en su sien aquel murmullo. Aullaba el verbo entre sus latidos.
Abrió la puerta y se derrumbó en la silla. El féretro, mejor cerrado. Que nadie advirtiera en su rostro los retoques espectrales que se brinda a quienes ya no viven. Que la retuvieran en sus memorias con aquellos labios y pómulos rosáceos. Como aparecía en las fotos. Sana y jovial, con un vestido vaporoso y el cabello brillante. Quizás se pasase algún ex novio. Manolo el del instituto. Tomás el abogado.
- ¿Me oye, señora? ¿ Me está escuchando?
Sus ojos se esforzaban por traducir un decorado difuso. Algo parecido a unas gafas de pasta se asomaba tras las nubes medio blancas medio grises.
- Oiga, por favor, ¿está usted bien?
El cementerio soleado, por Dios, que al menos no lloviera. La capilla ardiente, sus niños llorando. Abrazos y más abrazos. Descifró del todo el escenario y comenzaron a dibujarse las formas y a abrírsele los oídos como si antes hubieran permanecido sellados.
- Le decía que el tumor es benigno. Be-nig-no. ¿Me escucha ya?
Salió de la consulta erguida, se alisaba la falda y mordisqueaba el último de los padrastros. Iría al cajero a sacar dinero. No podía perder más tiempo. Ya habían comenzado las Rebajas.

lunes, 15 de junio de 2015

Un vestido lejano

Tomé entre mis manos aquel último vestido. Del rosa de los cerezos, apenas estrenado y ya se me hacía viejo. Escuché su latido. Acerqué mi rostro a la tela, arrimé la nariz para percibir la sal de un mar lejano, la arena coralina, las conchas desterradas por el suave oleaje hacia los cocoteros. Deshice los nudos de sus tirantes, agarré sus pliegues y lo abracé entero, sigiloso entre mis dedos. Volví a sumergirme en su memoria y respiré una y otra vez absorbiendo imágenes. Un último suspiro e introduje el vestido en la lavadora. Apreté el botón y aparté de allí mi mirada de lágrimas clandestinas. Después, dudé si aquel viaje fue real o sólo otra ilusión entre mis desvelos.

jueves, 28 de mayo de 2015

Un paseo en el tiempo

Le atrapó la fragancia cuando quedaban apenas un par de metros para cruzarse, vencida de súbito por la nostalgia. La reconoció al instante. Un aroma fresco, con algo de cítricos y algo de flores. Cómo olvidarlo. No lo había vuelto a oler desde entonces. Pasaron el uno al lado del otro. Ella paró en seco sus pies y se dio la vuelta. Lo contempló ya de espaldas, alto, como era él, aunque mucho más encorvado. Las canas cubrían su cabeza y caminaba despacio, lo normal a aquellos años. Pero cómo iba a ser él, sólo un viejo más entre tantos.
Cuando alcanzó el cruce entre calle y calle no había podido liberarse de la intensidad de esa colonia y de sus recuerdos, viajando aprisa en el tiempo. Giró de nuevo el cuello para observarlo y cerciorarse, pero ya apenas percibía nada más que sombras diluidas en la noche. Se quedó allí quieta evocando tiempos pasados, cuando su voz era melodiosa y su piel tersa, tan suave al tacto, sin saber que aquel anciano también se había dado la vuelta y la estaba ya recordando.

jueves, 7 de mayo de 2015

La ensalada del chef

Entre sutiles cabriolas llega a la mesa 12, de mantel de hilo y servilletas bordadas, la ensalada de ostras del chef. El cliente acomete el primer bocado. “Ya verás, es un manjar de dioses”, confiere tras probarla. Su acompañante dirige el tenedor hacia el plato. Las ostras muestran su frescura entre un discreto caldo de cerezas al cava. Observa la mezcla, se detiene en la achicoria que acoge a los bivalvos, prolonga la visión y retira después el cubierto de plata. Lleva de nuevo sus ojos hacia la porcelana y le muestra al marido el hallazgo. “Vamos, mujer, esto es un restaurante de lujo, no puede estar ahí por azar…”, replica él tras examinarlo. “Por supuesto que no. Te concedo esta exquisitez”, resuelve ella. “Mi regalo de aniversario”. El marido, sin dudarlo, mece el tenedor entre sus dedos y selecciona cuidadoso la muestra de la vajilla italiana. La recibe en su boca, comienza a saborear sus pinceladas.  “Lo que te decía, querida. Delicioso. El clímax de la armonía culinaria”, otorga ante su inmóvil esposa, la cola del verde gusano abriéndose paso entre los labios.

miércoles, 15 de abril de 2015

Sin despedidas

El canario salió de su jaula sin despedidas. Aleteó por la ciudad, sobrevoló calles, parques y plazas donde los coches circulaban apelmazados y las personas transitaban de uno a otro lado como si supieran adónde iban. El pájaro los observó a todos con sus ojos menudos, uno por uno, sus alas grisáceas recién nacidas. Posó su plumaje amarillo sobre los vanos de las ventanas y se preguntó quiénes eran aquellos y qué hacían allá dentro, tras esas cortinas.
Reanudó la marcha, surcaba danzarín y dicharachero entre las ramas, saludaba a sus iguales y comparaba sus abrigos. Y casi sin quererlo, allí estaba, de nuevo, su familia. Contempló sus movimientos desde balcones cercanos, rebuscaban padres e hijos entre los cajones, habitación por habitación, abrían y cerraban armarios. Se siguió acercando, ya en la casa de enfrente, a pocos metros de la suya, del alambre y del alpiste. La niña merodeaba inquieta, creyó verlo tras los cristales y salió hacia la terraza en estampida, abriéndose paso entre las plantas. Se encendieron sus ojos, su sonrisa, prorrumpió en un estallido. El canario reinició el vuelo ante tanto júbilo. Quiso posarse sobre los pensamientos o los geranios, ya rozaba sus pétalos y aquel joven cabello tan parecido al suyo. Pero ella dio marcha atrás en un último arrebato, retiró su mano de bienvenida, agarró la jaula y se la llevó hacia dentro. Alimentando su libertad con unas lágrimas que él ya no olvidaría. 

jueves, 26 de marzo de 2015

Devorador

Derrotado el último león, el gladiador se retiró del coso entre aplausos y un fervor que elevaba la arena del suelo. Retumbaba en sus oídos el estruendo. Se sumergió bajo las húmedas galerías y recibió felicitaciones mientras aguardaba su comida. Afuera, la multitud comenzaba a apaciguarse en espera del siguiente combate, se rociaba el anfiteatro con agua perfumada, sonaba la música y volvían las risas. Dentro, a hurtadillas, alguien sin rostro y sin nombre le llevaba al luchador su alimento: carne con alubias. Y tras mirar hacia los lados, sin querer ser descubierto, entresacó de sus ropas un líquido con el que roció las viandas y que fortalecería a aquel héroe para continuar enfrentándose a decenas de fieras...
- Niños, ¿sabéis cuál era el brebaje secreto que ingería este gladiador aquí mismo, en la Antigua Roma? ¿Y sabéis, además, cómo se hacía llamar?
Ellos observaban al joven guía, sus bocas semiabiertas asomaban pocos dientes y mucho entusiasmo. Tras un silencio largo y entre aquellos ojos en sombras que parecían querer multiplicarse, se hizo una voz.
- ¡Yo lo sé! 
Era rubio y de ojos claros, alzaba la mano desde el fondo, cerca de la salida de la galería, bajo el eco subterráneo.
- ¿De veras? ¡Cuéntanos, muchacho! -alentó el guía Stefano entre muecas de incredulidad y una sonrisa épica.
- Le llamaban Devorador. Bebía sangre de los leones para poder luchar de igual a igual contra ellos. Me lo acaba de contar él mismo tras aquellos barrotes negros.

martes, 17 de marzo de 2015

Una caja de cerillas

Esperó a que estuvieran dormidos en sus camas. Se cercioró por los ronquidos inconfundibles de su padre y la respiración entrecortada de su hermano. No existían mejores testigos de un sueño derrotado.
Se deslizó sigilosa por el pasillo y alcanzó a tientas la cocina. En los actos delictivos encender las luces estaba más que prohibido. Buscó y rebuscó en los cajones, agarró uno de los taburetes para poder alcanzar los que estaban más arriba, ágil y precavida, ni todos los fantasmas del universo serían más silenciosos que ella. Encontró al fin la cajita y su corazón emprendió una azorada carrera. La observó y se la llevó al pecho, caminando hacia el salón descalza, arrastrándose ligera en su pijama de ranitas.
Contempló a continuación  aquellas fotografías dispersas entre el aparador y las distintas repisas. Cerró la puerta y consiguió prender una cerilla. Sentada en el sofá, abrazó su cojín favorito, en seda malva y flores doradas, permitiendo que la acariciara una lágrima furtiva. Si había sido incinerada en aquella caja, ella no podía dejarla sola, tenía que acompañarla. Solo quedaba esperar a que ardiera toda esa madera mientras buscaba los ojos tiernos de su madre lanzando hacia arriba la mirada.

martes, 24 de febrero de 2015

Un inciso en la ficción: Mauricio, la isla verde que soñé en turquesa

Playa de Belle Mare, en la costa este.
En el Mauricio vivido, en el de mis recuerdos, huele a vainilla y a ron, al curry que llegó desde la no tan cercana India y se quedó a convivir como uno más, a formar parte de su mezcla. Respirar la isla es deambular unas veces por África y otras por Asia, según se pasee por las calles de Port Louis, su capital, entre el gentío y sus mercancías, o se arrime uno a Ganga Talao, el lago sagrado en el que asoman deidades como Ganesh, Lakshmi o Hanuman. Allí, entre las ofrendas frutales y los saris, el incienso y un Shiva gigante y en bronce a lo lejos, se entrecruzan macacos ávidos de comida y se percibe una paz sin argumentos.
En mi Mauricio y en el de ellos las carreteras avanzan entre la caña de azúcar, las piñas y el palmito. Serpentean sinuosas, la mayoría de doble sentido, con perros callejeros a un lado y niños jugando al otro, si no en el mismo medio. Cruzan cascadas, como la más alta, Chamarel, y curiosas formaciones geológicas en que los colores de la tierra se multiplican, o un volcán, Trou-aux-Cerfs, que dormita con un ojo abierto tras la espesura.
Vistas desde Curepipe.
Si un color define a la isla es el verde, si uno resume su disfrute es el turquesa. Un exuberante interior que sirve como excusa de la mayoría para decidir que no sólo vino a Mauricio en busca de sus playas: también pretendía encontrarse con la naturaleza. Pero la realidad es que si uno queda rendido ante el inabarcable verdor que recubre buganvillas, orquídeas, flamboyanes o azaleas, tras el fruto encubierto queda su auténtica cara, la más visual, una cáscara de inestimable belleza en forma de kilométricas arenas blancas bañadas por aguas mansas y cristalinas. Un azul y un blanco que se explican por su barrera de coral, la que protege a la isla de ciclones y escualos, que apenas asoman su cola, se repliegan. Ese flechazo inicial en sus orillas es el anzuelo, para descubrir poco después que también  atrapa desde más adentro.
Lago de Ganga Talao.
En esta isla que a medida que avanzan las horas y los días es ya menos mía y más de otros, los hoteles se afanan en ofrecer lo mejor a sus clientes. Una calidad por encima de la media en alimentos y bebidas, sumada a instalaciones y vistas tan difíciles de igualar como de olvidar en memorias y retinas. También se esmeran los mauricianos, que primero hablan inglés, después francés, y criollo en sus casas. Pensar que tras su amabilidad y empatía se esconde la búsqueda de una gratificación puede que sea cierto. Pero cuando se giran y dejan atrás al turista, quizás se descubra que sus sonrisas sean las mismas y que su humanidad va más allá de las rupias y transita ligera por sus venas. 
Mi isla se me escapa, va quedando más y más lejos. Me queda  cerrar los ojos, desplegar mis alas y sentirme allí, en Belle Mare, en la costa este, el rumor de las olas del Índico a lo lejos, más allá del coral y de sus términos. Y enfrente, una laguna en calma del azul de una acuarela, en la que aunque sólo yo tenga constancia, se entremezcla la sal de sus aguas con la de alguna gozosa lágrima de agradecimiento.

miércoles, 11 de febrero de 2015

Tras las trenzas de mi niña

- Necesitamos que vengas por aquí mañana. Tu hija está actuando de forma muy extraña. Tiene a sus compañeros atemorizados.
Aquellas palabras al teléfono causaron en mí el efecto de un sable atravesándome de arriba abajo. ¿Qué le pasaba a mi dulce niña, feliz y risueña hasta hace poco, a sus nueve años? 
Ella no soltaba prenda. “Estoy bien, mamá”, decía. "No he hecho nada malo". Pero eran raras esas ojeras, debía de estar durmiendo menos. También la notaba más altiva, la mirada más soberbia. Se iba haciendo mayor, claro, pero se me escapaba el resto.
En el colegio tardaron muy poco en narrarme los hechos. Y el sable terminó por reventarme desde los juanetes hasta los sesos. Mi hija pillaba desprevenidos a los niños cuando estaban solos, se colocaba en jarras ante cada uno de ellos, les asomaba la lengua con…
- ¿¿Con lascivia?? ¿¿Mi hija??
- Tranquilízate. Es todo cierto -me aseguraron-. La hemos visto. Y hay más... Llegan a sus casas llorando, diciendo que Carla quiere que la peguen con el látigo...
Y por fin, aunque presa del aturdimiento, se encendió mi bombilla. O más bien me provocó un incendio. Busqué más tarde en su habitación como un perro sabueso, debajo de la cama, entre sus sábanas, en la caja de muñecas, donde guardaba sus zapatos. Allí estaban, entremezclados con varios libros de cuentos: “50 sombras de Grey”, tomos uno, dos y tres. Sustraídos de los confines de mi dormitorio, de mi último intento previo al divorcio.
Apareció tras de mí. Parecía de nuevo mi niña pequeña, la que hasta hace poco jugaba con sus princesas. ¡Cuánto la había echado de menos! Bajó la cabeza acompasada por sus rubísimas trenzas, lloraría en cualquier momento.
- Carla, cariño, todo se va a solucionar. Tenemos que hablar de esto sin falta.
- Sí, mamá, lo que tú digas. Pero, si estudio mucho, ¿llegaré a ser como Anastasia?

jueves, 29 de enero de 2015

Tres meses

Susúrrame, o dímelo a gritos,
Soy toda tuya, soy todo oídos
¿Has llegado ya?, ¿estás aquí?
Este viento gélido es tu aviso
Te huelo, te presiento
Ya creo que te respiro

Sí, has vuelto, ya no hay duda
He visto la escarcha en el jardín
He sentido la caricia de tu frío
Me envuelvo en mi abrigo
Salgo en tu búsqueda
Quiero que te quedes conmigo

Tres meses, sólo tres
En que disfrutarte desde el silencio
Sin que nadie me comprenda
Ni interprete mis suspiros

Tráeme agua, tráeme nieve
Arrópame con tu cielo de cuchillos
Sedúceme con tu niebla
Y provócame escalofríos

Te acojo gustosa en mi casa y en mi cuerpo
Bienvenido seas, ansiado invierno
Bienvenido, mi fiel amigo

jueves, 8 de enero de 2015

Filete con lentejas

Era pensar en ello y se le enfurecían las tripas. Aquel plato resultaba aborrecible ante cualquiera: el filete reseco con lentejas. Ni de pollo, ni de ternera, quizás de camello, regado con legumbres aguachinadas y una brizna de algún rancio chorizo. Y es que últimamente, lo que sobraba de un día lo mezclaba ella con las rebañaduras de otro, especializándose reiterativa en aquel destrozo. Ya en la oficina, según entraba por la puerta, sus compañeros reincidían también, esta vez en el sarcasmo. “¿Otra vez tu plato favorito?”. Pero él nada decía, acribillado por la vergüenza. La misma que le daba a su madre tener en casa a aquel hijo de 45 años. Ya sin saber qué inventarse para echarlo.