Playa de Belle Mare, en la costa este. |
En
mi Mauricio y en el de ellos las carreteras avanzan entre la caña de azúcar,
las piñas y el palmito. Serpentean sinuosas, la mayoría de doble sentido, con
perros callejeros a un lado y niños jugando al otro, si no en el mismo medio.
Cruzan cascadas, como la más alta, Chamarel, y curiosas formaciones geológicas
en que los colores de la tierra se multiplican, o un volcán, Trou-aux-Cerfs, que dormita con un ojo abierto tras la espesura.
Vistas desde Curepipe. |
Si
un color define a la isla es el verde, si uno resume su disfrute es el
turquesa. Un exuberante interior que sirve como excusa de la mayoría para
decidir que no sólo vino a Mauricio en busca de sus playas: también pretendía
encontrarse con la naturaleza. Pero la realidad es que si uno queda rendido ante el inabarcable verdor que recubre buganvillas, orquídeas, flamboyanes o azaleas, tras el fruto
encubierto queda su auténtica cara, la más visual, una cáscara de inestimable
belleza en forma de kilométricas arenas blancas bañadas por aguas mansas y
cristalinas. Un azul y un blanco que se explican por su barrera de coral, la
que protege a la isla de ciclones y escualos, que apenas asoman su cola, se
repliegan. Ese flechazo inicial en sus orillas es el anzuelo, para descubrir poco después
que también atrapa desde más adentro.
Lago de Ganga Talao. |
Mi isla se me escapa, va quedando más y más lejos. Me queda cerrar los ojos, desplegar mis alas y sentirme allí, en Belle Mare, en la costa este, el rumor de las olas del Índico a lo lejos, más allá del coral y de sus términos. Y enfrente, una laguna en calma del azul de una acuarela, en la que aunque sólo yo tenga constancia, se entremezcla la sal de sus aguas con la de alguna gozosa lágrima de agradecimiento.