El canario salió de su jaula sin
despedidas. Aleteó por la ciudad, sobrevoló calles, parques y plazas donde los
coches circulaban apelmazados y las personas transitaban de uno a otro lado
como si supieran adónde iban. El pájaro los observó a todos con sus ojos
menudos, uno por uno, sus alas grisáceas recién nacidas. Posó su plumaje
amarillo sobre los vanos de las ventanas y se preguntó quiénes eran aquellos y
qué hacían allá dentro, tras esas cortinas.
Reanudó la marcha, surcaba danzarín y
dicharachero entre las ramas, saludaba a sus iguales y comparaba sus abrigos. Y
casi sin quererlo, allí estaba, de nuevo, su familia. Contempló sus movimientos
desde balcones cercanos, rebuscaban padres e hijos entre los cajones,
habitación por habitación, abrían y cerraban armarios. Se siguió acercando, ya
en la casa de enfrente, a pocos metros de la suya, del alambre y del alpiste.
La niña merodeaba inquieta, creyó verlo tras los cristales y salió hacia la
terraza en estampida, abriéndose paso entre las plantas. Se encendieron sus
ojos, su sonrisa, prorrumpió en un estallido. El canario reinició el vuelo ante
tanto júbilo. Quiso posarse sobre los pensamientos o los geranios, ya rozaba sus
pétalos y aquel joven cabello tan parecido al suyo. Pero ella dio marcha atrás
en un último arrebato, retiró su mano de bienvenida, agarró la jaula y se la
llevó hacia dentro. Alimentando su libertad con unas lágrimas que él ya no
olvidaría.