miércoles, 15 de abril de 2015

Sin despedidas

El canario salió de su jaula sin despedidas. Aleteó por la ciudad, sobrevoló calles, parques y plazas donde los coches circulaban apelmazados y las personas transitaban de uno a otro lado como si supieran adónde iban. El pájaro los observó a todos con sus ojos menudos, uno por uno, sus alas grisáceas recién nacidas. Posó su plumaje amarillo sobre los vanos de las ventanas y se preguntó quiénes eran aquellos y qué hacían allá dentro, tras esas cortinas.
Reanudó la marcha, surcaba danzarín y dicharachero entre las ramas, saludaba a sus iguales y comparaba sus abrigos. Y casi sin quererlo, allí estaba, de nuevo, su familia. Contempló sus movimientos desde balcones cercanos, rebuscaban padres e hijos entre los cajones, habitación por habitación, abrían y cerraban armarios. Se siguió acercando, ya en la casa de enfrente, a pocos metros de la suya, del alambre y del alpiste. La niña merodeaba inquieta, creyó verlo tras los cristales y salió hacia la terraza en estampida, abriéndose paso entre las plantas. Se encendieron sus ojos, su sonrisa, prorrumpió en un estallido. El canario reinició el vuelo ante tanto júbilo. Quiso posarse sobre los pensamientos o los geranios, ya rozaba sus pétalos y aquel joven cabello tan parecido al suyo. Pero ella dio marcha atrás en un último arrebato, retiró su mano de bienvenida, agarró la jaula y se la llevó hacia dentro. Alimentando su libertad con unas lágrimas que él ya no olvidaría.