martes, 7 de julio de 2015

Mordido el último padrastro

No veía clara la melodía, pero sí las flores. Quería rosas. Blancas, en su mayoría blancas. En torno al ataúd de alguna madera noble. El más caro y rodeado de luces. Para eso llevaba años pagando el seguro. Dejaría cada detalle por escrito, prepararía a su marido y a sus hijos. Morir. Morirse. Qué poco le quedaba y cómo pataleaba en su sien aquel murmullo. Aullaba el verbo entre sus latidos.
Abrió la puerta y se derrumbó en la silla. El féretro, mejor cerrado. Que nadie advirtiera en su rostro los retoques espectrales que se brinda a quienes ya no viven. Que la retuvieran en sus memorias con aquellos labios y pómulos rosáceos. Como aparecía en las fotos. Sana y jovial, con un vestido vaporoso y el cabello brillante. Quizás se pasase algún ex novio. Manolo el del instituto. Tomás el abogado.
- ¿Me oye, señora? ¿ Me está escuchando?
Sus ojos se esforzaban por traducir un decorado difuso. Algo parecido a unas gafas de pasta se asomaba tras las nubes medio blancas medio grises.
- Oiga, por favor, ¿está usted bien?
El cementerio soleado, por Dios, que al menos no lloviera. La capilla ardiente, sus niños llorando. Abrazos y más abrazos. Descifró del todo el escenario y comenzaron a dibujarse las formas y a abrírsele los oídos como si antes hubieran permanecido sellados.
- Le decía que el tumor es benigno. Be-nig-no. ¿Me escucha ya?
Salió de la consulta erguida, se alisaba la falda y mordisqueaba el último de los padrastros. Iría al cajero a sacar dinero. No podía perder más tiempo. Ya habían comenzado las Rebajas.