No veía clara la melodía, pero sí las
flores. Quería rosas. Blancas, en su mayoría blancas. En torno al ataúd de
alguna madera noble. El más caro y rodeado de luces. Para eso llevaba años
pagando el seguro. Dejaría cada detalle por escrito, prepararía a su marido y a
sus hijos. Morir. Morirse. Qué poco le quedaba y cómo pataleaba en su sien
aquel murmullo. Aullaba el verbo entre sus latidos.
Abrió la puerta y se derrumbó en la
silla. El féretro, mejor cerrado. Que nadie advirtiera en su rostro los retoques
espectrales que se brinda a quienes ya no viven. Que la retuvieran en sus memorias con aquellos
labios y pómulos rosáceos. Como aparecía en las fotos. Sana y jovial, con un
vestido vaporoso y el cabello brillante. Quizás se
pasase algún ex novio. Manolo el del instituto. Tomás el abogado.
- ¿Me oye, señora? ¿ Me está escuchando?
Sus ojos se esforzaban por traducir un
decorado difuso. Algo parecido a unas gafas de pasta se asomaba tras las nubes
medio blancas medio grises.
- Oiga, por favor, ¿está usted bien?
El cementerio soleado, por Dios, que
al menos no lloviera. La capilla ardiente, sus niños llorando. Abrazos y más
abrazos. Descifró del todo el escenario y comenzaron a dibujarse las formas y a
abrírsele los oídos como si antes hubieran permanecido sellados.
- Le decía que el tumor es benigno.
Be-nig-no. ¿Me escucha ya?
Salió de la consulta erguida, se
alisaba la falda y mordisqueaba el último de los padrastros. Iría al cajero a
sacar dinero. No podía perder más tiempo. Ya habían comenzado las Rebajas.