Se desmayó cuando sus pies alcanzaban
la entrada de la habitación. La 224, en la segunda planta y al final del
pasillo. Ya era tarde. Por más que había corrido por aquellas calles sombrías. Por más que había serpenteado entre los
coches y bajo la lluvia tórrida de mayo, sorteando bocinazos y bramidos. Su padre yacía aún caliente entre las sábanas, demasiado blanco, demasiado dormido.
Despertó entre abrazos y manojos de cariño, las lágrimas desparramadas e
incontrolables, sudor y agua del cielo entremezclados. Jamás se perdonaría no haber llegado a tiempo. No haber podido
sonsacarle dónde estaba todo el dinero.