miércoles, 23 de septiembre de 2015

Cúlpale a la oscuridad

Comenzaron a buscarse en la oscuridad. Un recorrido de los labios al cuello y del cuello a los labios con parada en la barbilla. Sus manos subían y bajaban, tentaban la piel bajo las indumentarias, apurando un aire que los oprimía.
¿Qué ha sido esto? ¡Pero qué hemos hecho! clamó ella después, cuando todo comenzaba a volver a la normalidad.
No lo sé, no lo sé… mascullaba él.
Reubicaron sus posiciones con premura, detuvieron las miradas el uno en el otro, lo justo para embargarles la vergüenza y para que ella se maldijera por no haber salido más tarde de la oficina. Él se abrochó los pantalones, ella abotonó su blusa mientras elucubraba una historia que expiara a aquellas medias desvencijadas, a aquel pelo del revés.
Continuaron hacia sus respectivas viviendas para encontrarse de nuevo al día siguiente. No podía ocurrir otra vez. Otro momento de confinamiento, otro corte de luz. Por si acaso, al abrir la puerta y reparar con sorpresa en el hijo adolescente y hercúleo de la vecina de arriba, se alejó del ascensor y decidió subir por las escaleras. No fuera que con penumbra o sin ella les diera por volverse a gustar. 

martes, 1 de septiembre de 2015

Eloísa

Eloísa desplegaba sus alas coronadas de conformidad y templanza desde el alba hasta que la noche se hundía entre las sábanas. Dormía como si las preocupaciones jamás hubiesen traspasado su armadura, comía con fruición y sonreía a todo aquel con el que se cruzaba. Su pulso aguantaba los tornados y terremotos del alma, su tensión siempre estable, las manos precisas, como el primer día. Nadie lo entendía, nadie se explicaba aquella capacidad de autorresucitarse y permanecer impasible. “Porque adoro mi trabajo. Y es necesario”, respondía en ocasiones. Había enterrado a dos maridos, un hijo, tres perros y un loro. Había quienes se preguntaban si por sus venas corría en verdad la sangre o aquello sería sólo tinta encarnada. Un día, una mañana, temblaron sus muñecas y su mente sufrió una sacudida. Aquellos tres rostros agolpándose, uno tras otro. “No, aquí no. No ahora”. Intentó tranquilizarse. “No pasa nada. Estoy bien”, se dijo. Sin embargo, aquella vez no atinó, no midió bien, no calculó. Erró en la dosis de la anestesia y aquel paciente al que ella misma había serenado, nunca despertó de la operación. Colgó la bata y lloró. Lágrimas que hubieran llenado cubos y apagado fuegos. Quienes la conocían afirmaban que aquellos llantos ya sin medida tenían el rostro de su hijo, los brazos y las piernas de los esposos y el corazón de un desconocido.