El depósito languidecía y allí no
había ninguna gasolinera. Aquella señal debió de ser un engaño de mis pupilas,
un espejismo. Tras varios intentos de retomar la autopista me encontré en un
pueblo de casitas blancas y tejados desvaídos. No se veía a nadie en las aceras,
ningún otro vehículo circulaba por sus calzadas. Aparqué en la inhóspita plaza
principal, su fuente sin agua ni gorriones picoteando sobre la piedra, sólo
la sombra de mi silueta sumida en el desconcierto. Reparé en un local, parecía
un bar, con la puerta abierta. Apareció un hombre enjuto y ojeroso. Me alegré
en lo más hondo.
- Buenos días. Busco cómo salir de aquí. No encuentro el
camino de vuelta, es como si se lo hubiera tragado la tierra. Me dirijo al Cabo
de Gata, soy fotógrafo y he de llegar hasta allí para realizar un encargo. Si
pudiera indicarme…
- Aquí no hay carreteras, y no sé de
qué gata me habla. ¿Quiere tomar algo, o no?
Y ante mi asombro, se dio la vuelta
con la misma brusquedad con la que brotaron sus palabras y se perdió tras la
barra. Abandoné el establecimiento y comencé a recorrer las calles anejas. No eran
muchas, enseguida emergía el desierto rodeando en círculo el pueblo, anulado todo atisbo de existencia en aquella distancia infinita.
Llamé a las puertas de algunas de las viviendas, me fijé en sus balcones de
flores marchitas. Nada. Volví al coche, pero no arrancaba. Desistí tras varios
intentos. Y de nuevo me presenté en el bar, pero su puerta ya no estaba abierta
y por mucho que golpearon mis nudillos y rugió mi garganta continué en la
misma soledad con la sensación de irme ahogando sin remedio.
Me recosté sobre el asiento trasero de
mi viejo Citroën. Apreté los ojos con fuerza para frenar las lágrimas. Al volver
a abrirlos contemplé a una mujer que caminaba hacia el coche. ¿Mi madre? ¿Cómo
iba a ser ella? Enmudecido, fui en su búsqueda.
- No hay vuelta atrás, has de avanzar.
Ya eras muy viejo, ¿no te acuerdas?
No sabía de qué estaba hablando. Quise
abrazarla pero me dijo que ya habría tiempo. La seguí hasta el bar y me sumergí
de su mano tras el mostrador para adentrarnos juntos en un lugar
salpicado de casas de colores, con un río caudaloso, verdes praderas y gente
paseando por sus calles. Me recordaba a algo todo aquello, era hermoso. Comencé
a reconocer algunos rostros, me sentí más protegido. Aunque aún tenía que
mantenerme alerta, no podía confiar. Debía seguir preguntando cuál era el maldito camino de vuelta.