jueves, 22 de octubre de 2015

Una gasolinera en el desierto

El depósito languidecía y allí no había ninguna gasolinera. Aquella señal debió de ser un engaño de mis pupilas, un espejismo. Tras varios intentos de retomar la autopista me encontré en un pueblo de casitas blancas y tejados desvaídos. No se veía a nadie en las aceras, ningún otro vehículo circulaba por sus calzadas. Aparqué en la inhóspita plaza principal, su fuente sin agua ni gorriones picoteando sobre la piedra, sólo la sombra de mi silueta sumida en el desconcierto. Reparé en un local, parecía un bar, con la puerta abierta. Apareció un hombre enjuto y ojeroso. Me alegré en lo más hondo.
- ¿Qué desea?
- Buenos días. Busco cómo salir de aquí. No encuentro el camino de vuelta, es como si se lo hubiera tragado la tierra. Me dirijo al Cabo de Gata, soy fotógrafo y he de llegar hasta allí para realizar un encargo. Si pudiera indicarme…
- Aquí no hay carreteras, y no sé de qué gata me habla. ¿Quiere tomar algo, o no?
Y ante mi asombro, se dio la vuelta con la misma brusquedad con la que brotaron sus palabras y se perdió tras la barra. Abandoné el establecimiento y comencé a recorrer las calles anejas. No eran muchas, enseguida emergía el desierto rodeando en círculo el pueblo, anulado todo atisbo de existencia en aquella distancia infinita. Llamé a las puertas de algunas de las viviendas, me fijé en sus balcones de flores marchitas. Nada. Volví al coche, pero no arrancaba. Desistí tras varios intentos. Y de nuevo me presenté en el bar, pero su puerta ya no estaba abierta y por mucho que golpearon mis nudillos y rugió mi garganta continué en la misma soledad con la sensación de irme ahogando sin remedio.
Me recosté sobre el asiento trasero de mi viejo Citroën. Apreté los ojos con fuerza para frenar las lágrimas. Al volver a abrirlos contemplé a una mujer que caminaba hacia el coche. ¿Mi madre? ¿Cómo iba  a ser ella?  Enmudecido, fui en su búsqueda.
- No hay vuelta atrás, has de avanzar. Ya eras muy viejo, ¿no te acuerdas?
No sabía de qué estaba hablando. Quise abrazarla pero me dijo que ya habría tiempo. La seguí hasta el bar y me sumergí de su mano tras el mostrador para adentrarnos juntos en un lugar salpicado de casas de colores, con un río caudaloso, verdes praderas y gente paseando por sus calles. Me recordaba a algo todo aquello, era hermoso. Comencé a reconocer algunos rostros, me sentí más protegido. Aunque aún tenía que mantenerme alerta, no podía confiar. Debía seguir preguntando cuál era el maldito camino de vuelta.