jueves, 3 de noviembre de 2016

Con el lazo bien puesto

Acudió al colegio con su lazo rosa bien puesto y las comisuras asomando restos de galletas. Ajustó el tableado de su falda y se sentó en la última fila. Allí al fondo se aseguraba de que nadie tirara de su precaria coleta. También la insultaban algo menos. Aunque empezara a fallarle la vista y se le escaparan letras de la pizarra que ya nunca más volvían.
Durante el recreo se sentó en una esquina del patio para observar cómo las niñas jugaban a hacerse trenzas y los niños al fútbol y al baloncesto. No se le daba mal encestar el balón, pero ahora le encantaría aprender a hacer aquellas virguerías con los mechones largos de sus compañeras. Su pelo aún no colgaba bajo los hombros como el de muchas de ellas, sin embargo su madre insistía en que en cuanto creciera el suyo empezarían a invitarla a los cumpleaños, a compartir bocadillos y chucherías. Por eso, cada noche, y sin que nadie la viera, estiraba su pelo hasta mitigar el chillido con el que terminaba exhausta y dormida sobre la almohada. Para la primavera quizás consiguiese lucir una trenza muy larga y ya todos la llamasen Violeta en vez de Francisco. 

jueves, 29 de septiembre de 2016

El anillo

Fantaseaba a menudo con llevar entre sus dedos aquel anillo de rubíes. Emilia se lo mostraba no pocas veces, con su fulgor rojo imperecedero frente a las paredes mortecinas. Al fin y al cabo, ella era la única que la acompañaba incluso en los días más fríos del invierno, que le acariciaba sus cuatro hebras marchitas cuando nadie más lo hacía y que escuchaba sin prisas sus recuerdos. “Esto es entre tú y yo”, le repetía Emilia, y volvía a guardar la joya entre sus prendas más rancias del cajón más invisible.
Un día, al fin, Emilia iba a recibir una visita. La de sus hijos y sus nietos. Hacía demasiado que no los tenía cerca, a alguno a duras penas lo reconocería. Y eso que ya habían pasado muchos meses desde que su salud transitó de la caminata vespertina recogiendo el romero fresco a la silla de ruedas con la mirada abatida. Cuando empezó a llegar una señora de lengua extranjera que la lavaba y le daba la comida. Emilia ya se lo había advertido a su fiel compañera. “Hoy vienen todos a verme, debe de ser que ya en breve me muero. Tienes que hacerme un favor. Antes de que lleguen, coge el anillo, sal de la habitación y póntelo en un dedo. Y nunca más te lo quites”.
Su sueño iba a cumplirse. Lucirse con aquella maravilla. Mirarse en todos los espejos. Aunque nadie más la viera. Como mucho Emilia, quien le había prometido que si no quedaba en paz tras su muerte se quedaría por allí para hacerle compañía. Para reírse ambas de los vivos que repoblasen esos viejos aposentos.

jueves, 21 de julio de 2016

Sin alarmas

Fermín despacha un besugo para la espalda, unas rajas de merluza y medio kilo de almejas. Limpia unos boquerones, descabeza unas gambas para la señora con reúma mientras finge escucharla. Al día siguiente se jubilará tras 40 años afilando el cuchillo y limpiando espinas, cederá el puesto a su hijo y a su nuera. Descansarán sus manos, sus piernas y su espalda encorvada, dormirá sin estrépitos y sin alarmas. Abandona el mercado con la luna encendida y la sonrisa nacarada. Horas después se acuesta imaginándose con su periódico en el parque, llevando a Matilde adonde ella quiera, cualquier mañana.
Suena el despertador, son las cinco, la oscuridad es plena y aún duermen las aceras y los pájaros. Fermín no se levanta. Matilde le avisa extrañada, eleva su voz, le grita que es su último día, le sacude y voltea su cara con fuerza. Enciende la lamparita y le observa sin pestañas. No ha llegado a tiempo. Ya es tarde. Fermín descansa sin desvelos terrenales ni amaneceres tempranos mientras su cuerpo se va cubriendo de brillantes escamas.

miércoles, 1 de junio de 2016

Sardinas en lata

- ¡Dime un motivo para no dejarte ahora mismo! Vamos, ¡que me lo digas!
Ella arrojó sobre Nacho aquellos ojos sin brillo. Entraron en casa y antes de cerrar la puerta se abrió la de enfrente y asomaron unos labios muy rojos y unas piernas muy largas y finas.
- Espera. ¡Nacho! ¿Otra vez tu señorita? Pero ¿qué le pasa? ¿Qué coño? ¡Qué harta estoy!
- No lo sé aún, Paula. Lo siento... Ahora mismito lo arreglo.
Nacho amortiguó un portazo mientras su compañera se paraba en mitad de la cocina. Demasiado callada y con la cabeza lamida.
- No te dejo porque te quiero demasiado. Claro, ése es el motivo, ¡cuál si no! Pero ya van tres días seguidos, ¡tres! ¿Lo sabes, no? ¡Claro que sí! ¡Si tú lo sabes todo!
Cogió un rollo de papel y lo fue despedazando, aglutinó después unos cuantos trapos empapados en agua. Volvió al rellano con una repentina culpa a sus espaldas.
- Ay, mi señorita. Perdóname. Si sabes que no lo digo en serio. ¡Cómo te voy yo a dejar!
Ella pareció reaccionar a aquellos tímidos halagos. Sus pupilas despertaron. Mientras tanto, los labios del 4º izquierda irrumpían de nuevo frente a ambos.
- ¡Que huele fatal! ¡Y se me mete por toda la casa! ¡Y que ya está bien! ¡Y que…!
- Y que ahora echo algún flus flus, vecina. Si me dejas que termine de recoger, claro…
Se ahuyentaba su mente de aquel sainete cuando le sobrevino la imagen de las latas de sardinas que cenó las últimas noches. Ella había lamido el plato y a partir de ahí había ido dejando de mover el rabo. ¿Sería eso lo que le provocaba diarrea? ¿Pero por qué en el rellano?, rumiaba mientras lustraba cada baldosa con Paula y sus brazos en jarras, el entrecejo disparando lava y algún que otro ácido. Y al fin, se le encendió la bombillita.
- ¿Sabes, Paula, que hace poco estuve a punto de decirte que saliéramos a tomar unas cañas? Te lo juro. Pero a punto a punto. Y hasta pensé en invitarte a cenar. ¡Y al teatro!
- ¿De verdad, Nacho? –Paula se irguió como un pavo real y se lamió una comisura.
- Sí. Pero ya no, ya no. Ya no pienso volver a pensarlo. Ah, y lo del flus flus… Tampoco, hija, tampoco –concluyó frente a la renacida mirada de diosa de Señorita, que giró sobre sus patas y se adentró en sus dominios volviendo a menear el rabo.

miércoles, 13 de abril de 2016

La noche más corta

Las luces de los dormitorios se fueron apagando. La casa quedó en calma, achicada entre la penumbra y el silencio. Sin embargo, aquella noche no iba a durar demasiado. 
Se revolvieron padres e hijos entre sus sábanas ante un intenso amanecer que fundía cortinas y persianas en ráfagas incendiarias. Se levantaron, se buscaron los unos a los otros para asomarse a la calle juntos y de la mano, arrastrando zapatillas y pijamas. Buscaron la luna sin encontrarla entre el clamor de los grillos y la ira de los lobos y las lechuzas en la distancia. Un viento huracanado comenzaba a batir las hojas formando en el aire remolinos apresurados
Observaron a muchas familias emerger sigilosas frente a las puertas de sus hogares. Portaban mochilas y maletas, alzaban hacia el cielo sus manos en medio de una concentración máxima. ¿No recibieron el mensaje?, les preguntó alguien sin apenas detenerse en sus rostros demudados. Pero un destello cegador les impidió responder. Tras él, una multitud corría en dirección al bosque para reunirse con ellos. Fueran quienes fueran los que iban dentro de aquella gigantesca nave que ya aterrizaba.

martes, 23 de febrero de 2016

El síndrome

Llamé al timbre y esperé. Se oían voces detrás de la puerta, venían de lejos. Dudé si iniciar o no la retirada. La voz se iba aproximando y tomaba forma de gruñido. Cuando encontró mi rostro de frente ya era un chillido en toda regla. Demasiado tarde para salir corriendo.
- Así que eres tú, ¿¿eh?? ¡Precisamente hablábamos de ti! Julia al final me lo ha confesado todo. ¡Veo que hasta te atreves a venir a nuestra casa!
Conseguí esquivar un puño que viajaba en línea recta hacia mi párpado derecho, una mandíbula que parecía querer meterme un mordisco. La miré a ella mientras me alejaba como un cangrejo con las manos en alto. Su cuerpo temblaba detrás del marido, no salía palabra alguna de sus labios. Tampoco es que yo atinara con los míos.
Acelerada la huida, cuando ya subía de tres en tres las escaleras, me sobrevino un calor interno, un sofoco desgarrador, como si me hubiera picado un bicho con efectos desconocidos e inmediatos. Se apoderó de mi cuerpo un extraño síndrome que creía de ficción hasta entonces: el del superhéroe. Di media vuelta con el espíritu de un guerrero y la fuerza de diez osos, empujé aquella puerta hacia dentro y agarré a aquel tipo por el hombro.
- Tú y yo vamos a hablar ahora mismo, ¡pedazo de mierda!
Me escuché sin poder creérmelo. Hasta me daban ganas de aplaudirme. Después volví a buscar el rostro de ella, de aquella mujer a la que no conocía de nada, con su preciosa boca abierta estilo Munch en “El grito” y sus ojos verdes desparramados. La tranquilicé con un gesto rápido. Lo demás fue pan comido.
Nunca más renacieron en mí aquellos insólitos poderes. Nunca más me reencontré con el pobre calcetín de rayas al que yo en realidad había ido buscando aquella mañana, que al ir a tenderlo un rato antes quiso caer sobre la más problemática de todas las ventanas.

martes, 5 de enero de 2016

Uno, dos, tres, cuatro

Ya estaba refrescando. Debía de ser esa hora en que a uno le empieza a apetecer echarse una chaqueta al hombro. Cuando al verano se le va agotando el tiempo. En esa chaqueta pensaba mientras observaba de nuevo aquellas sombras difuminadas, un espejismo a lo lejos. Algo rozó sus piernas y se deslizó por su pie derecho. Decidió moverse lo menos posible mientras cerraba los ojos y contaba uno, dos, tres, cuatro... Para entonces ya había recitado 103 veces la alineación de su equipo, canturreado muchas melodías, reconducido sus lágrimas hasta la risa. Incluso intentó en vano recordar enteros el Padrenuestro y el Ave María. Mientras tanto el horizonte había ido avanzando hasta degradarse veloz entre el morado y el naranja. 
Advirtió las luces de un barco pesquero. Ya era de noche y su cuerpo apenas resistía. Se iba acercando más y más. Alzó los brazos como si intentara alcanzar cada nube, escudriñó entre los fondos de sus pulmones y de donde ya no había aliento sacó el rugido de un león malherido. Cuando lo recogieron se sintió el hombre más dichoso de este y todos los mundos. Lloraba una y otra vez de una desconocida alegría. Tanto que hasta olvidó que su mujer hacía horas que yacía bajo aquellas traidoras aguas del Atlántico.