martes, 23 de febrero de 2016

El síndrome

Llamé al timbre y esperé. Se oían voces detrás de la puerta, venían de lejos. Dudé si iniciar o no la retirada. La voz se iba aproximando y tomaba forma de gruñido. Cuando encontró mi rostro de frente ya era un chillido en toda regla. Demasiado tarde para salir corriendo.
- Así que eres tú, ¿¿eh?? ¡Precisamente hablábamos de ti! Julia al final me lo ha confesado todo. ¡Veo que hasta te atreves a venir a nuestra casa!
Conseguí esquivar un puño que viajaba en línea recta hacia mi párpado derecho, una mandíbula que parecía querer meterme un mordisco. La miré a ella mientras me alejaba como un cangrejo con las manos en alto. Su cuerpo temblaba detrás del marido, no salía palabra alguna de sus labios. Tampoco es que yo atinara con los míos.
Acelerada la huida, cuando ya subía de tres en tres las escaleras, me sobrevino un calor interno, un sofoco desgarrador, como si me hubiera picado un bicho con efectos desconocidos e inmediatos. Se apoderó de mi cuerpo un extraño síndrome que creía de ficción hasta entonces: el del superhéroe. Di media vuelta con el espíritu de un guerrero y la fuerza de diez osos, empujé aquella puerta hacia dentro y agarré a aquel tipo por el hombro.
- Tú y yo vamos a hablar ahora mismo, ¡pedazo de mierda!
Me escuché sin poder creérmelo. Hasta me daban ganas de aplaudirme. Después volví a buscar el rostro de ella, de aquella mujer a la que no conocía de nada, con su preciosa boca abierta estilo Munch en “El grito” y sus ojos verdes desparramados. La tranquilicé con un gesto rápido. Lo demás fue pan comido.
Nunca más renacieron en mí aquellos insólitos poderes. Nunca más me reencontré con el pobre calcetín de rayas al que yo en realidad había ido buscando aquella mañana, que al ir a tenderlo un rato antes quiso caer sobre la más problemática de todas las ventanas.