- Así que eres tú, ¿¿eh??
¡Precisamente hablábamos de ti! Julia al final me lo ha confesado todo. ¡Veo
que hasta te atreves a venir a nuestra casa!
Conseguí esquivar un puño que viajaba
en línea recta hacia mi párpado derecho, una mandíbula que parecía
querer meterme un mordisco. La miré a ella mientras me alejaba como un cangrejo con
las manos en alto. Su cuerpo temblaba detrás del marido, no salía
palabra alguna de sus labios. Tampoco es que yo atinara con los míos.
Acelerada la huida, cuando ya subía de tres en tres las escaleras, me sobrevino un calor interno, un sofoco
desgarrador, como si me hubiera picado un bicho con efectos desconocidos e
inmediatos. Se apoderó de mi cuerpo un extraño síndrome que creía de ficción
hasta entonces: el del superhéroe. Di media vuelta con el espíritu de un guerrero y la fuerza de diez osos, empujé aquella puerta hacia
dentro y agarré a aquel tipo por el hombro.
- Tú y yo vamos a hablar ahora mismo,
¡pedazo de mierda!
Me escuché sin poder creérmelo. Hasta
me daban ganas de aplaudirme. Después volví a buscar el rostro de ella, de
aquella mujer a la que no conocía de nada, con su preciosa boca abierta estilo
Munch en “El grito” y sus ojos verdes desparramados. La tranquilicé con un
gesto rápido. Lo demás fue pan comido.
Nunca más renacieron en mí aquellos
insólitos poderes. Nunca más me reencontré con el pobre calcetín de rayas al
que yo en realidad había ido buscando aquella mañana, que al ir a tenderlo un
rato antes quiso caer sobre la más problemática de todas las ventanas.