Fermín despacha un besugo para la
espalda, unas rajas de merluza y medio kilo de almejas. Limpia unos boquerones,
descabeza unas gambas para la señora con reúma mientras finge escucharla. Al
día siguiente se jubilará tras 40 años afilando el cuchillo y limpiando espinas,
cederá el puesto a su hijo y a su nuera. Descansarán sus manos, sus piernas y su
espalda encorvada, dormirá sin estrépitos y sin alarmas. Abandona el mercado
con la luna encendida y la sonrisa nacarada. Horas después se acuesta imaginándose
con su periódico en el parque, llevando a Matilde adonde ella quiera, cualquier
mañana.
Suena el despertador, son las cinco,
la oscuridad es plena y aún duermen las aceras y los pájaros. Fermín no se
levanta. Matilde le avisa extrañada, eleva su voz, le grita que es su último
día, le sacude y voltea su cara con fuerza. Enciende la lamparita y le observa
sin pestañas. No ha llegado a tiempo. Ya es tarde. Fermín descansa sin desvelos
terrenales ni amaneceres tempranos mientras su cuerpo se va cubriendo de
brillantes escamas.