Acudió al colegio con su lazo rosa
bien puesto y las comisuras asomando restos de galletas. Ajustó el tableado de
su falda y se sentó en la última fila. Allí al fondo se aseguraba de que nadie
tirara de su precaria coleta. También la insultaban algo menos. Aunque empezara
a fallarle la vista y se le escaparan letras de la pizarra que ya nunca más
volvían.
Durante el recreo se sentó en una
esquina del patio para observar cómo las niñas jugaban a hacerse trenzas y los niños al
fútbol y al baloncesto. No se le daba mal encestar el balón, pero ahora le encantaría
aprender a hacer aquellas virguerías con los mechones largos de sus compañeras.
Su pelo aún no colgaba bajo los hombros como el de muchas de ellas, sin embargo
su madre insistía en que en cuanto creciera el suyo empezarían a invitarla a
los cumpleaños, a compartir bocadillos y chucherías. Por eso, cada noche, y sin
que nadie la viera, estiraba su pelo hasta mitigar el chillido con el que
terminaba exhausta y dormida sobre la almohada. Para la primavera quizás consiguiese
lucir una trenza muy larga y ya todos la llamasen Violeta en vez de Francisco.
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