En el rellano apareció aquel día un león
de peluche. Muy grande y de largas melenas. “¿Es de tus hijos?”, preguntó la
señora del 5ºB a su vecina, madre de tres retoños pelirrojos y un perro
escurridizo. “No. No es nuestro”, le contestó la segunda con dos de los críos
encaramados a su chepa. Mostraba unas profundas ojeras, no pesaría mucho más de
40 kilos. Tras la puerta, ya cerrada, llantos y algún ladrido.
- Me dijiste que no era de tus hijos.
- Ya. Pues sí que lo era. Aquel día se
estaban peleando por él y lo dejé fuera. Pero que sepa que el muñeco es mío y
que lo quiero ahora. Haga el favor.
Ante la negativa, la madre se
introdujo sin invitación en aquellas estancias inexploradas. Entró en el salón,
en la cocina y en el dormitorio. Halló al león en la cama, arropado de vientre
para abajo con el edredón y vestido con un jersey de cebras y unas gafas de
plástico. Ante la conmoción no disimulada, la señora comenzó a explicarle con
ahínco sus carencias. Nunca había habido un marido, ni unos hijos, y así hasta
hacerle entender que no estaba loca pero que el enorme león le hacía compañía,
que había llegado el frío y aquel animal peludo, aunque ficticio, proporcionaba
calor a su cama y rebajaba la factura de la calefacción.
Al día siguiente la mujer de los tres
niños descansaba en el sofá del salón mientras deshacía con los dedos la tercera
de las magdalenas. Saboreaba la textura del bollo, los trocitos de chocolate
derritiéndose en su lengua. En el butacón de enfrente, el león de peluche y el
perro miraban atentos hacia el televisor. Se
oían gritos que provenían de la casa de al lado. También golpes en las paredes.
Subió el volumen del aparato y se cubrió hasta las cejas con una manta. Tenía
dos horas por delante. “Ay, qué paz. Ay, pobre vieja”.