martes, 10 de octubre de 2017

El león

En el rellano apareció aquel día un león de peluche. Muy grande y de largas melenas. “¿Es de tus hijos?”, preguntó la señora del 5ºB a su vecina, madre de tres retoños pelirrojos y un perro escurridizo. “No. No es nuestro”, le contestó la segunda con dos de los críos encaramados a su chepa. Mostraba unas profundas ojeras, no pesaría mucho más de 40 kilos. Tras la puerta, ya cerrada, llantos y algún ladrido.
La mujer volvió a su casa con el león en brazos. Semanas después era su timbre el que sonaba.
- Me dijiste que no era de tus hijos.
- Ya. Pues sí que lo era. Aquel día se estaban peleando por él y lo dejé fuera. Pero que sepa que el muñeco es mío y que lo quiero ahora. Haga el favor.
Ante la negativa, la madre se introdujo sin invitación en aquellas estancias inexploradas. Entró en el salón, en la cocina y en el dormitorio. Halló al león en la cama, arropado de vientre para abajo con el edredón y vestido con un jersey de cebras y unas gafas de plástico. Ante la conmoción no disimulada, la señora comenzó a explicarle con ahínco sus carencias. Nunca había habido un marido, ni unos hijos, y así hasta hacerle entender que no estaba loca pero que el enorme león le hacía compañía, que había llegado el frío y aquel animal peludo, aunque ficticio, proporcionaba calor a su cama y rebajaba la factura de la calefacción.
Al día siguiente la mujer de los tres niños descansaba en el sofá del salón mientras deshacía con los dedos la tercera de las magdalenas. Saboreaba la textura del bollo, los trocitos de chocolate derritiéndose en su lengua. En el butacón de enfrente, el león de peluche y el perro miraban atentos hacia el televisor. Se oían gritos que provenían de la casa de al lado. También golpes en las paredes. Subió el volumen del aparato y se cubrió hasta las cejas con una manta. Tenía dos horas por delante. “Ay, qué paz. Ay, pobre vieja”.

miércoles, 5 de julio de 2017

Salvar a la especie

Me acerqué a su espalda lentamente, llena de profundos arañazos que bajaban desde los hombros hasta las orillas de sus glúteos. Me confesó que se había caído de un árbol, cogiendo manzanas para el almuerzo. Era el último hombre en el mundo, no podía hacerse daño, debía tener extremo cuidado. Sobrevivir para salvar a la especie. Conmigo. Los últimos habitantes en mucho tiempo.
Le alivié algunas heridas y caminó cuanto pudo durante un rato. Pero al aproximarse la noche estaba ya demasiado malherido, temblaba de dolor, sangraba caudaloso y gritaba como un niño. Conté todas las manzanas y cogí una, tan roja como me imaginaba que sería el infierno, tan apetecible como lo fue él para mí en su momento. Le di un mordisco y saboreé su meloso crujido. Decidí guardar el resto pese a sus múltiples y sonoros ruegos. Él pronto moriría, se desinflaría como un muñeco. Pero ya se le ocurriría algo a Dios o a quien fuera. Y si no, tampoco importaba. Demasiados intentos y mi vientre no crecía. Estaba cansada, harta ya de aguantar a ese sujeto. Y el mundo, la humanidad… por mí podían irse a pique. Si un milagro le hacía mejorar, yo misma me encargaría de rematarlo. Sí. Acababa de decidirlo. ¿Salvar yo a la especie? Si ni siquiera me gustaban los niños.

jueves, 4 de mayo de 2017

¿Recuerdas?

“Lo siento, no me he atrevido. Si estás allí ahora seguro que estás tan guapa como siempre y llevas el mismo vestido, a juego con los zapatos. Con lo que me costó quitarte aquellos tirantes. ¿Recuerdas?…”.
No, allí no había nadie. Estaba sola en aquel banco. El mismo. Las sombras de los árboles igual de poderosas, el césped tan tupido como antaño. Y no quería seguir leyendo la carta de un cobarde. Desenterré un bolígrafo de mi bolso y escribí en el reverso unas líneas para dejar el papel en el mismo sitio. Me ajusté los tirantes, emprendí el regreso con la cabeza bien alta y el corazón sangrando. Los zapatos me oprimían los dedos al filo del gemido, decidí continuar descalza antes de que mis pies terminaran por desprenderse de los tobillos. 
Menuda estúpida, de aquella guisa. Intenté esquivar mil y un recuerdos al caminar hacia la salida del parque. Imposible. Ni siquiera había terminado de leer. Retrocedí. Comencé a correr. Seguí corriendo. De vuelta hacia mis veintitantos. Buscando la hierba y evitando la tierra de los caminos, como punzones bajo mis plantas. 
Un anciano había ocupado nuestro banco. Treinta años después, el mismo día de nuestra despedida. Me detuve al verle leer la nota. Le asomaron unas lágrimas y guardó el papel en un bolsillo. Iba en silla de ruedas y podría pesar 150 kilos, sin pelo y tan arrugado como recordaba yo de niña a mi abuelo. Pero esas cejas tupidas sobre aquellos ojos oscuros eran las que yo acaricié tantas veces con mis dedos. 
Me abalancé sobre el seto más cercano, agazapada como un niño jugando al escondite. Supliqué al cielo un meteorito sobre mi cabeza que ahogara de golpe esa última imagen y me devolviera la del chaval de melena oscura y cuerpo de atleta. ¿Quién eres tú? ¿Qué te ha pasado? Cuando quise recuperar el aliento me arrepentí de mis palabras escritas:  “Huyes de nuevo.  Al  Chile de Pinochet primero, y en lo mejor de lo nuestro. A quién se le ocurre. Pero te perdoné, eras muy joven y querías buscar a tu hermano. Pero lo de hoy sí que no se hace, ya estamos mayorcitos. Fue idea tuya, guapito del barrio. ¿Recuerdas? Que envejezcas calvo y gordo es lo mejor que puedo desearte”. 
Después emprendí la vuelta. De verdad. Para siempre. Y besé con todas mis fuerzas a mi lustroso marido nada más tirar a la basura aquel vestido y ponerme el pijama.

jueves, 19 de enero de 2017

El farmacéutico

El abrazo de calor al abrir la puerta alivió sus manos. Aquel frío punzaba los huesos y había olvidado los guantes en la residencia. Su gorra se solapaba bajo una nieve que no daba tregua. 
- He oído que tienes los mejores remedios. Mi esposa sufre dolores insoportables de estómago. No hay médico ni medicina que la alivie.
El farmacéutico bajó la mirada y buscó entre los estantes repletos. Extrajo un bote de cristal con un mejunje espeso y amarillento.
- Pruebe con esto, señor. Dígale a su esposa que tome una cucharada al día.
El oficial volvió a la semana siguiente. También a la otra. Echaba la vista atrás antes de irrumpir en la tienda, arrebatándole al farmacéutico su breve y azorado sueño. 
- Dame todos los botes que tengas. Todos. ¡Los quiero todos! ¡Rápido! ¡Ahora!
El boticario corrió una madrugada más a su encuentro, escudriñó repisas y cajones y acudió a la trastienda entre jadeos. Sumó 15. Los colocó sobre el mostrador con manos trémulas.
- ¿Hay  alguien que pueda continuar con esto cuando tú ya no estés?
Comenzaba a escuchar las palabras en una agónica lejanía. Negó tajante con la cabeza. 
- Corren rumores de que vengo por aquí, que tengo tratos de favor contigo. No puedo permitírmelo, ya me entiendes. Salgamos fuera.
El eco letal resonó impregnado de una salvaje monotonía. Un rojo candente cercó la entrada a la tienda para terminar escarchándose junto al blanco y a aquellos huesos y ropas enmudecidos. Meses más tarde la familia del farmacéutico era deportada a Treblinka. El gueto de Varsovia comenzaba a vaciarse, locales y viviendas iban quedando desiertos y sus calles amarradas a memorias de lágrimas y sangre.
A las afueras de la ciudad, en una segunda planta con lámparas de araña de relucientes cristales, la mujer del oficial alemán finalizaba el bote número 15 y se colgaba de una de ellas días después. Para entonces, ya había dejado de nevar.