jueves, 4 de mayo de 2017

¿Recuerdas?

“Lo siento, no me he atrevido. Si estás allí ahora seguro que estás tan guapa como siempre y llevas el mismo vestido, a juego con los zapatos. Con lo que me costó quitarte aquellos tirantes. ¿Recuerdas?…”.
No, allí no había nadie. Estaba sola en aquel banco. El mismo. Las sombras de los árboles igual de poderosas, el césped tan tupido como antaño. Y no quería seguir leyendo la carta de un cobarde. Desenterré un bolígrafo de mi bolso y escribí en el reverso unas líneas para dejar el papel en el mismo sitio. Me ajusté los tirantes, emprendí el regreso con la cabeza bien alta y el corazón sangrando. Los zapatos me oprimían los dedos al filo del gemido, decidí continuar descalza antes de que mis pies terminaran por desprenderse de los tobillos. 
Menuda estúpida, de aquella guisa. Intenté esquivar mil y un recuerdos al caminar hacia la salida del parque. Imposible. Ni siquiera había terminado de leer. Retrocedí. Comencé a correr. Seguí corriendo. De vuelta hacia mis veintitantos. Buscando la hierba y evitando la tierra de los caminos, como punzones bajo mis plantas. 
Un anciano había ocupado nuestro banco. Treinta años después, el mismo día de nuestra despedida. Me detuve al verle leer la nota. Le asomaron unas lágrimas y guardó el papel en un bolsillo. Iba en silla de ruedas y podría pesar 150 kilos, sin pelo y tan arrugado como recordaba yo de niña a mi abuelo. Pero esas cejas tupidas sobre aquellos ojos oscuros eran las que yo acaricié tantas veces con mis dedos. 
Me abalancé sobre el seto más cercano, agazapada como un niño jugando al escondite. Supliqué al cielo un meteorito sobre mi cabeza que ahogara de golpe esa última imagen y me devolviera la del chaval de melena oscura y cuerpo de atleta. ¿Quién eres tú? ¿Qué te ha pasado? Cuando quise recuperar el aliento me arrepentí de mis palabras escritas:  “Huyes de nuevo.  Al  Chile de Pinochet primero, y en lo mejor de lo nuestro. A quién se le ocurre. Pero te perdoné, eras muy joven y querías buscar a tu hermano. Pero lo de hoy sí que no se hace, ya estamos mayorcitos. Fue idea tuya, guapito del barrio. ¿Recuerdas? Que envejezcas calvo y gordo es lo mejor que puedo desearte”. 
Después emprendí la vuelta. De verdad. Para siempre. Y besé con todas mis fuerzas a mi lustroso marido nada más tirar a la basura aquel vestido y ponerme el pijama.