Me acerqué a su espalda lentamente,
llena de profundos arañazos que bajaban desde los hombros hasta las orillas de sus
glúteos. Me confesó que se había caído de un árbol, cogiendo manzanas para el
almuerzo. Era el último hombre en el mundo, no podía hacerse daño, debía tener
extremo cuidado. Sobrevivir para salvar a la especie. Conmigo. Los últimos habitantes
en mucho tiempo.
Le alivié algunas heridas y caminó
cuanto pudo durante un rato. Pero al aproximarse la noche estaba ya demasiado
malherido, temblaba de dolor, sangraba caudaloso y gritaba como un niño. Conté
todas las manzanas y cogí una, tan roja como me imaginaba que sería el
infierno, tan apetecible como lo fue él para mí en su momento. Le di un
mordisco y saboreé su meloso crujido. Decidí guardar el resto pese a sus múltiples y sonoros ruegos. Él pronto moriría, se desinflaría como un muñeco. Pero ya se le ocurriría algo a Dios o a quien fuera.
Y si no, tampoco importaba. Demasiados intentos y mi vientre no crecía. Estaba
cansada, harta ya de aguantar a ese sujeto. Y el
mundo, la humanidad… por mí podían irse a pique. Si un milagro le hacía
mejorar, yo misma me encargaría de rematarlo. Sí. Acababa de decidirlo. ¿Salvar
yo a la especie? Si ni siquiera me gustaban
los niños.