miércoles, 5 de julio de 2017

Salvar a la especie

Me acerqué a su espalda lentamente, llena de profundos arañazos que bajaban desde los hombros hasta las orillas de sus glúteos. Me confesó que se había caído de un árbol, cogiendo manzanas para el almuerzo. Era el último hombre en el mundo, no podía hacerse daño, debía tener extremo cuidado. Sobrevivir para salvar a la especie. Conmigo. Los últimos habitantes en mucho tiempo.
Le alivié algunas heridas y caminó cuanto pudo durante un rato. Pero al aproximarse la noche estaba ya demasiado malherido, temblaba de dolor, sangraba caudaloso y gritaba como un niño. Conté todas las manzanas y cogí una, tan roja como me imaginaba que sería el infierno, tan apetecible como lo fue él para mí en su momento. Le di un mordisco y saboreé su meloso crujido. Decidí guardar el resto pese a sus múltiples y sonoros ruegos. Él pronto moriría, se desinflaría como un muñeco. Pero ya se le ocurriría algo a Dios o a quien fuera. Y si no, tampoco importaba. Demasiados intentos y mi vientre no crecía. Estaba cansada, harta ya de aguantar a ese sujeto. Y el mundo, la humanidad… por mí podían irse a pique. Si un milagro le hacía mejorar, yo misma me encargaría de rematarlo. Sí. Acababa de decidirlo. ¿Salvar yo a la especie? Si ni siquiera me gustaban los niños.